Seminario
sobre “La pregunta por la tecnología” de M. Heidegger.
Comentarios sobre los parrafos desde 94
hasta 113.
26 de Febrero de 2004
Jacinto Dávila <jacinto@ula.ve>
Distintos modos de revelar, de
traer-aquí-adelante, de aparecer las cosas, determinan correspondientes modos
de destinar. Somos siempre prisioneros de un modo de destinar. Estamos forzados
a verlo todo, a ver la vida, a vivir la vida, como en un cauce creado por la
cultura-historia-ontología que nos ha tocado, que nos ha visto crecer, que nos
ha hecho crecer. Ese cauce es nuestro destino. El rio que discurre por el cauce
es el modo de destinar. Muy poco podemos hacer para escapar de la corriente
implacable, reclamar la orilla y salvarnos.
Podemos hacer tan poco porque resulta que
nosotros mismos aparecemos con el fluir de esa corriente por ese cauce. Así
como no es el río sin su cauce, nosotros no podemos ser sin un modo de
destinar. El río hace al cauce. El cauce hace al río. El cauce es el don que
recibe el río para ser. Un destino característico de un revelar es el don que
recibe la cultura-historia-ontología, con nosotros a bordo, para ser. Así como
el río es responsable por su cauce, nosotros, a bordo de una
cultura-historia-ontología, lo somos por ese revelar que nos ha sido obsequiado.
¿Quién le da al río su cauce?: El río. Es
decir, el río que era hasta el punto donde recibe al cauce.
¿Quién le da a la cultura-historia-ontología su
destino del revelar?: Nosotros a bordo. Nosotros lo hacemos posible, para que
luego él nos haga verdad. Nosotros lo hacemos verdadero, como el río que hace
(verdad) a su cauce. El río es testigo de la verdad del cauce. Si tan sólo
pudiera estar atento, también sería el agente de la verdad del cauce.
Nosotros pudieramos, si acaso estuvieramos
atentos, velar por (velar en) esa entrega del destino del revelar: “velar por
el develar” y, así, “velar por todo lo que llega a ser en esta tierra”.
La salvación está en nuestras manos.
¿La salvación de qué?: del máximo peligro. El
revelar que nos ha sido obsequiado (a nosotros a bordo de esta
cultura-historia-ontologia) es peculiar. El encuadre, nuestro modo de
revelar, se perfila como el único, borrando cualquier contraste que pudiera
ayudarnos a estar atentos para “velar por el develar”. Como si las orillas del
río, los bordes de cauce, se alejaran hacia el infinito. Todo sería río. Nada
sería río.
En ese empuje hacia el infinito numerable, el
de la exigencia emplazante, nuestro encuadre pretende arrollarnos,
inundarnos.
Pero en ese punto, con el agua al cuello, puede
“aparecer la más íntima e indestructible pertenencia del hombre” a ese quien le
dió al encuadre su verdad, su realidad, si es que ha estado atento a la esencia
de la tecnología, a la verdad del encuadre.
Así es como el modo de destinar del encuadre,
el llegar a ser de la tecnología, guarda en sí el posible emerger de
lo que salva.
Pero, ¿Cómo estar atento a la esencia de la
tecnología?: mirando su “llegar a ser”, su esencia en el sentido Heideggeriano,
“en vez de embelesarnos mirando lo tecnológico”.
La esencia, sin embargo, es escurridiza.
Por un lado, el exigir emplazante del encuadre
borra los trazos distintivos de la verdad. Ya no podemos ver su esencia,
incluyendo, claro, la esencia de la tecnología.
Por otro lado, el encuadre nos otorga,
individuo por individuo, preeminencia como testigos de su verdad. Nos necesita
para que le donemos (para que le per-donemos). Allí, en nosotros, en ese
instante, sútil, discreto, fácilmente confundible, está la posibilidad del
emerger de lo que salva.
Es importante notar que es justo ese extremismo
de la exigencia emplazante el que propicia la posibilidad de lo que salva.
Coinciden, de esta forma, el peligro y lo que salva del peligro, como 2
estrellas, una eclipsando a la otra.
Esa es la esencia ambigua de la tecnología. El
peligro y lo que salva definen el espacio donde se responde a la esencia de la
tecnología. Es el espacio de la verdad expuesta y de la verdad oculta por la
tecnología.
Avistar ese espacio implica avistar
lo-que-salva a contraluz, la luz refulgente del encuadre. Implica avistar
libremente la verdad. Pero, aún con ese avistamiento, no estamos salvados.
Estamos apenas “convocados a esperar, al acecho, en la creciente luz de lo que
salva”. Estamos acechando a quien nos acecha, a eso que nos amenaza, al
peligro.
El peligro en el encuadre es “la posibilidad”,
favorecida por la práctica, “de que todo revelar se consuma en la exigencia
emplazante” y que, entonces, “todo se presente bajo el estado de
desocultamiento de dispositivos”. Es decir, el peligro de que la
cultura-historia-ontología, a bordo de la cual estamos, se reduzca a un
registro de eventos en los que ciertos objetos modifican las relaciones entre
ellos, incluyendo a eventos en los que algunos agentes (también objetos)
descubren relaciones y otros objetos y los integran al arreglo universal de
dispositivos. Ese es el peligro.
No hay nada que podamos hacer para cancelar ese
peligro. Es un destino inescapable.
Heidegger nos invita a pensar en la relación
entre lo que salva y lo amenazado. Lo que salva, dice, es de una esencia
superior a lo amenazado, aunque emparentado con este.
¿Qué es aquí lo amenazado?: la verdad es lo que
podemos perder víctima del encuadre.
¿Qué puede ser superior a la verdad y, aún,
estar emparentado con ella?: Un camino a la verdad. Un método para conocer-la.
Una forma de revelar “más primariamente donante”. Es superior a la verdad
porque la precede pero, en todo lo demás, coincide con ella.
Heidegger enfila, a partir de este punto, hacia
uno posible de tales caminos: el revelar de la texhn del arte.
Pero se refiere al revelar de la poiesis, de la poesía, previo a
la influencia del encuadre que ha convertido el arte en un dispositivo
estético. El dispositivo prototipo moderno de todo lo artístico: un bello
objeto transable.
En este punto, siendo responsable, yo debo
declarme incompetente para continuar comentando. Mis conocimientos de la texhn
del arte, incluso de lo artístico-estético, son prácticamente nulos. Tengo, sin
embargo, una experiencia reciente con el séptimo arte que me gustaría reportar:
Mientras veía la película el Ultimo Samurai,
se me ocurrió una forma de ilustrar la coincidencia del peligro y lo-que-salva
en la misma mirada.
He allí otra historia de Hollywood en la que un
héroe estadounidense conquista una tierra lejana y salva su patria y la de
ellos. Es el cliché de siempre. Ni siquiera me siento mal contándoles el final
de la película. Uds ya saben el final: el héroe gana, aún después de las más
inverosímiles peripecias, y vive feliz como recompensa.
Ese es el encuadre en plena operación. El
cliché reduce toda aventura a una
transacción: un héroe que cambia su “mano de obra” por una recompensa
apropiada. Todo lo demás, son
reacciones anímicas inducidas por la habilidad, cada vez más tecnológica, de
contar la historia.
Yo estaba conciente del peligro de que fuese
otra rendición del cliché antes de ver la película. Fuí a verla porque siento
aprecio por las artes marciales (aúnque no soy un practicante), y tuve antes la
oportunidad de ver al actor principal, Tom Cruise, manejando la espada. Me pareció que lo hacía muy bien para
alguien que se hubiese tomado todo sólo como un trabajo más de estética
artística.
Y, a pesar del cliché, no me siento defraudado
por la película. Me encantó el despliegue, aún parcial, sesgado y acomodado al
cliché, de la historia japonesa y de la vida de los samurai. Se me antojan en
la película muchos puntos de contacto entre el encuadre y otros modos de
revelar (incluyendo la variedad de formas del “perdonar” que aparecen en la
película). Como las chispas que saltan al cruzar espadas, todo pasa demasiado
rápido para mi lento entender, así que no puedo decir mucho más. Pero comentaré
algo.
En la escena crucial, disculpen que la cuente a
quienes no la han visto, el héroe gringo y el héroe samuraí, entonces luchando
del mismo lado, caen mal heridos juntos en el campo de batalla, luego de
comandar un asalto kamikaze. El samurai
trata de tomar la espada para, como dice su código, morir con honor aún
habiendo sido derrotado. El gringo que, ya sabemos, no va a morir, le sostiene
la mano. El samurai le dice “recuperaste tu honor. Ahora ayúdame a recuperar el
mío”. El gringo parece comprender y le
ayuda a incorporarse. Y lo asiste, incluso lo ayuda, mientras se desgarra las
entrañas con su katana y muere con dignidad abrazado al gringo.
En la frase final del samurai, siempre en
inglés, aunque habla en japonés en buena parte de la película, destaca, en lo
que pareció ser un verso de un poema, la palabra "Perfect!".
Es ciertamente un final perfecto para la
industria del cine de acción que capitaliza en la sangre derramada en pantalla.
Es un final perfecto para los admiradores de Cruise que le ven desempeñar un
rol perfecto como el héroe americano, incluso capaz de comprender lo que ser héroe significa en otras
culturas.
Pero también, quizás, es un perfecto desliz para una forma de pensar que no alcanza a entender el sentido de perder la vida por una causa no inmediata o sin transacción. Una cultura que ridiculiza las creencias espirituales de las otras culturas y que se escandaliza cuando alguno de los suyos se manifiesta de alguna manera condescendiente con los atentados suicidas a los que cotidianamente están obligadas las culturas palestina, afgana e iraquí.
En esa película, en esa escena, están el
peligro y lo-que-salva. El peligro se manifiesta a través de Hollywood con sus
películas simplificantes, incluyendo esta. Lo que salva se manifiesta en la
remota posibilidad de que, aunque Hollywood haya decretado que ese era el
último, alguien más siga pensando o
sólo sintiendo el espíritu samurai.