LA PROBLEMÁTICA DONDE NACE EL PROYECTO DE DISEÑAR UN NUEVO PROCESO DE EDUCACIÓN FORMAL PARA LA VENEZUELA DEL NUEVO SIGLO
En este opúsculo se presenta un esbozo de la problemática que le brinda su sentido a un proyecto de investigación sobre la educación en el presente momento epocal. En efecto, la discusión sobre las condiciones histórico-ontológicas del presente y el papel de la educación en ese presente nos ha conducido a la idea de diseñar un sistema educativo para la Venezuela de comienzos de siglo XXI (eventualmente aplicable en otros países latinoamericanos, y, con algunas modificaciones, en todo el mundo occidental). Se trata de diseñar un nuevo proceso educativo que permita recuperar la voluntad y la capacidad de buscar, en pro de un mundo más justo, el sentido holístico de lo que ocurre en la vida individual y colectiva. El proceso educativo tendrá como propósito el cultivo de una “narrativa matriz” que cuente cómo llegó a ser la variedad de modos como se ofrece la realidad en el presente, y en cuya narrativa se pueda insertar el conjunto de conocimientos y habilidades que normalmente se imparten en la escuela. La construcción de la narrativa matriz se alimentará del trabajo que los filósofos más lúcidos del Siglo XX han realizado con el propósito de comprender nuestro devenir histórico después que la narrativa del progreso perdió su capacidad de darle sentido a la vida individual y colectiva de los pueblos vinculados a la cultura occidental.
El papel de la educación en el proyecto de la Ilustración
“Autonomía”, “libertad”, “justicia”, “democracia”, “educación”, son algunas de la palabras que no podrían excluirse de una lista de los conceptos fundamentales del pensamiento moderno. Estas nociones adquirieron especial resonancia en el llamado proyecto de la Ilustración. Me refiero al “proyecto de la Ilustración” tal como fue concebido originalmente por pensadores de la talla de Immanuel Kant.
El proyecto de la Ilustración pretendió transformar un orden social regido por la tradición y la religión en otro diseñado racionalmente para servir un ideal de justicia universal. En esta nueva sociedad racional los individuos actuarían de acuerdo con el ejercicio individual de la razón. Este ejercicio debía conducir a la generación de normas de comportamiento de validez práctica universal; es decir, constitutivas de un orden justo en el cual todos los seres humanos fuesen tratados como fines en sí mismos. De este modo, la razón conduciría la discusión del los fines institucionales en el foro político del que, continuamente, se alimentaría el orden social racional (“reino de los fines”). El ejercicio individual de la libertad, bajo esta concepción, era la voluntad y la capacidad de usar la razón como guía del comportamiento individual en contra de los mandatos provenientes de las inclinaciones corporales y de la tradición que resultaran opuestos a los mandatos de la razón. He aquí la íntima y esencial relación que el proyecto de la Ilustración establecía entre esta concepción de libertad (o autonomía) y su concepción de justicia universal: El ejercicio de la libertad no es otra cosa que la determinación de una norma de comportamiento justo para con la humanidad. Por su parte, el estado de justicia es aquel dónde cada persona puede ejercer su libertad.
Ahora bien, en el contexto del proyecto de la Ilustración, el ejercicio de la razón no era concebido ni como una habilidad adquirida de nacimiento ni como una que se generaría espontáneamente con el paso de la niñez a la condición de adulto (como lo hacen por ejemplo ciertos órganos y funciones biológicas). Se concebía, por el contrario, como una habilidad que requeriría un arduo entrenamiento, y cuyo ejercicio siempre estaría en condición de ser mejorado. Es cierto, se pensaba que la capacidad para el uso de la razón era una cualidad humana (la “razón finita”, claro está), pero también se consideraban como propio de lo humano una serie de apetitos e inclinaciones que amenazarían el ejercicio de la razón. El único modo mediante el cual el ser humano podría ejercer su libertad, y, por tanto, podría participar en la construcción y mantenimiento de una sociedad justa, sería el de haber sido entrenado —tanto en su voluntad como en su conocimiento— para que el uso de la razón se enfrentase, en fiero conflicto, con el impulso de sus inclinaciones animales y con la inercia que la tradición y el dogma le imprimen a cada ser humano.
En este orden de ideas, el proyecto de la Ilustración concibió la educación como el proceso mediante el cual los individuos se constituirían en seres racionales autónomos, de manera tal que, mediante el ejercicio de esa autonomía, participasen en la continua y nunca acabada construcción de un orden social cada vez más justo. Su modo de participación fundamental sería la participación política: el uso público de la razón en la discusión de fines en torno al bien público. El cultivo de la razón, meollo del proceso educativo, contenía como nivel más fundamental el cultivo de las habilidades intelectuales básicas: cultivo de la capacidad para leer textos de variados grados de complejidad conceptual, de modo que el lector pudiera resumirlos, mostrar su estructura interna, desglosar sus argumentos, obtener diferentes posibles interpretaciones de los mismos y criticarlos; cultivo de la capacidad para narrar, describir y expresar ideas de cierta complejidad en forma oral y escrita; capacidad para discutir sobre fines institucionales; cultivo de la capacidad para dar cuenta del ocurrir cotidiano y de lo que se considera como bien público; cultivo de la capacidad y espíritu inquisitivo movido por la duda sistemática; cultivo de las matemáticas, de las ciencias básicas y de las artes. Bajo esta perspectiva, la adquisición de conocimientos de asuntos específicos sería más un medio para el cultivo de esas capacidades intelectuales básicas que un fin en sí mismo.
Ese nivel más básico del cultivo de la razón (entendido tradicionalmente como propio de la educación básica), acompañado y estrechamente entrelazado con la enseñanza del cultivo de los bienes públicos y del respeto a los semejantes, constituía la base para la formación de un buen ciudadano. El resto del proceso educativo estaría dedicado, ora a la formación de las habilidades necesarias para desempeñar un oficio particular (educación técnica) ora a la profundización en alguna práctica asociada a las ciencias o a las artes con el propósito fundamental de cultivar las mismas con mayor profundidad (educación universitaria). Esta segunda etapa del proceso educativo —en ambas ramas— estaría apoyado en la formación básica y seguiría reforzando las aptitudes necesarias para el ejercicio de la autonomía y de la participación política.
Nótese que, bajo esta concepción, la educación no es ni un simple proceso de adiestramiento para trabajos particulares ni la mera transmisión de una lista de conocimientos que puedan ser útiles o que enriquezcan un saber enciclopédico del individuo. La educación no es —como tendemos a pensar hoy— un barniz que se le agrega al ser humano ya constituido, con el fin específico de prepararlo para tal o cual tarea. Por el contrario, de acuerdo con el proyecto de la Ilustración, la educación era el proceso mediante el cual nos humanizamos; era el proceso mediante el cual cada uno de nosotros pasaría de ser una mera potencia o semilla humana a ser un ser humano capacitado para formar parte de una sociedad racional (en un sentido no instrumental). Por eso, la formación de las habilidades necesarias para desempeñar un oficio particular (formación técnica) era sólo un aspecto secundario de la razón de ser del proceso educativo y de las instituciones educativas. Puesto en otras palabras, la formación técnica en oficios particulares sólo tenía sentido en el contexto de la búsqueda de un orden social justo; orden con el cual tal formación técnica debía contribuir. Este orden sería posible gracias a la prioridad que en la educación se le daba a la formación de ciudadanos autónomos. Lo que implica que cada técnico, antes de ser técnico y por encima de ser técnico, debía ser un ser racional y libre.
Hoy, en los últimos días del siglo XX, estas ideas en torno a la educación nos suenan familiares y, en principio, las aceptamos con agrado. Pero, frecuentemente, las aceptamos más como declaraciones pomposas y decorativas en torno a la educación que como su verdadero propósito. Si lo pensamos con calma, descubrimos que el propósito que la mayoría de nosotros realmente le asigna a la educación en el presente es el de la formación de los técnicos necesarios para construir y mantener un aparato industrial destinado al crecimiento económico sostenido. “Lo demás” —la formación política, moral, “integral”, etc.— lo consideramos subalterno. Si lo pensamos aún con mayor detenimiento y agudeza, descubrimos que esta concepción instrumental que nos domina actualmente —la de la formación de técnicos— no es sólo una mera alteración en el énfasis del discurso con respecto al de la Ilustración. No, esta concepción instrumental de la educación es, lógicamente hablando, la antítesis de aquella educación para la libertad y la justicia. Esta educación instrumental pone todo su empeño en la formación de técnicos que manejen los medios para fines dados; fines que ellos no pueden ni deben discutir. Se trata del proceso de adiestramiento de seres humanos que carezcan de la formación y de la voluntad para ser ciudadanos libres en búsqueda de una humanidad justa. Si esto es así, ¿qué ocurrió con la educación propia del proyecto de la Ilustración?
Entre filósofos y todos aquellos pensadores que hayan comprendido el sentido del proyecto de la Ilustración y el devenir histórico al cual se asoció, hay, actualmente, un acuerdo bastante generalizado sobre el fracaso de dicho proyecto. Unos aplauden el fracaso, otros lo lamentan profundamente; unos lo expresan con mayor dramatismo, otros lo toman como parte del mismo proceso histórico y no lo llaman “fracaso”. Pero creemos que la gran mayoría concuerda con el diagnóstico de lo que aquí estamos llamando “fracaso del proyecto de la Ilustración”. Como veremos más adelante, el fracaso del proyecto de la Ilustración ha implicado el paulatino olvido de su proyecto educativo. Pero antes de pasar a este punto, debemos explicar mejor en qué consiste lo que estamos llamando “fracaso del proyecto de la Ilustración”.
El proyecto de la Ilustración fracasó porque, en lugar de generar sociedades constituidas por seres racionales autónomos que se embarcasen en una continua discusión sobre los fines institucionales de esas sociedades, se generaron sociedades regidas por el imperio de la razón instrumental; sociedades constituidas por técnicos serviles a un orden preestablecido e incapaces de hacer uso práctico de la razón. Fracasó porque, aunque el centro de control de la opinión pública en manos de las fuerzas tradicionales efectivamente perdió mucho poder, ese poder no pasó a manos del ejercicio de la autonomía racional. Por el contrario, ese centro de control cayó en manos de una poderosa red de manipulación pública que crea la ilusión de “libre albedrío” en los individuos.
Pero este fracaso del proyecto de la Ilustración no sólo debe entenderse como el fracaso de una intención que no logra su objetivo, pero que se mantiene como intención. El fracaso del que estamos hablando va más allá de lo que propiamente se puede llamar “fracaso”. Se trata, más bien, de un “olvido” de la propia intención motora del proyecto; olvido que se hace patente si nos percatamos de la transformación que sufrió la noción de “progreso” en este período de aproximadamente 200 años que nos separa de su nacimiento. En efecto, el progreso, idea pivote del proyecto de la Ilustración, dejó de ser progreso de la razón (o del espíritu) —racionalización moral (“práctica”) de nuestro actuar individual y social— para convertirse en mero progreso económico y tecnológico. El progreso económico (aumento en indicadores económicos) y el tecnológico (mayor eficiencia, eficacia y “amigabilidad” del instrumento tecnológico) son entendidos como fines en sí mismos. Es cierto que la idea ilustrada de progreso contenía la del progreso de las condiciones materiales de la existencia; pero sólo en la medida en que la satisfacción de estas condiciones materiales permitiesen el libre cultivo del espíritu. Esa otra idea y voluntad que hoy nos habita y nos mueve —esa que nos muestra la vida como una desesperada e infinita carrera por ganar cada vez más dinero para consumir cada vez más bienes materiales; esa que hoy subyace y anima la noción de progreso económico y tecnológico— esa nueva noción de “progreso del individuo” es, en fin, desde el punto de mira del ideal de la Ilustración, un terrible empobrecimiento de la idea ilustrada de progreso. Es la socavación de su base, seguida por su inevitable derrumbamiento.
Ahora bien, no se trata del derrumbamiento de una idea más del proyecto de la Ilustración: El progreso, mucho más que una idea, fue el hilo conductor de una gran narrativa matriz (o “meta-narrativa”) que contaba cómo llegamos a ser lo que somos, y que, por tanto, le dio sentido a la vida individual y colectiva en Occidente durante un siglo y medio. De hecho, la educación ilustrada no era otra cosa que la formación de las nuevas generaciones dentro del ámbito de esta narrativa matriz; la cual alojaba coherentemente en su interior a las ciencias, las artes, la política, la moral y a múltiples otras narrativas de carácter más limitado. Por esta razón, el profundo debilitamiento de esta narrativa matriz tiene implicaciones en el presente que van mucho más allá de un mero cambio en las ideas del proyecto de la Ilustración. Se trata de la transformación de esa matriz de sentido que le da su lugar a lo que ocurre dentro de un contexto global. Pero, en el caso que nos ocupa, la transformación va más allá de una mera transformación de la narrativa matriz —como, por ejemplo, la narrativa religiosa que dominaba en Europa hasta la primera mitad del Siglo XVIII fue paulatinamente sustituida por la narrativa del progreso. Hasta ahora no hemos sido testigos del surgimiento de otra narrativa matriz que pueda substituir a la del progreso y que pueda dar cuenta de nuestra vida contemporánea. El dominio de la racionalidad instrumental en el mundo actual no implica un simple cambio de racionalidad, propio de un cambio de narrativa matriz. Implica la paulatina disolución de la narrativa matriz per se —el olvido de un modo de pensar y actuar, que le brinde su sentido holístico a lo que ocurre. Implica el paso a un modo de vida en el que el individuo no puede ni quiere dar cuenta de lo que le ocurre dentro de una totalidad de sentido. En pocas palabras, la vida individual y colectiva se vacía de sentido. Detengámonos un poco en este punto para explicarlo mejor.
Imagínese una carpintería en la que varias personas, de un modo organizado, contribuyen a fabricar muebles de madera. Imagínese, en los mismos términos, una zapatería, una finca destinada a la agricultura. Imagínese, también, una orquesta musical, especialmente cuando los músicos realizan sus prácticas antes de las presentaciones públicas. Asimismo, imagínese un buen departamento universitario que tiene a su cargo actividades de investigación y enseñanza cuando sus miembros se reúnen para discutir escritos, realizar trabajos de investigación, planificar actividades. Mientras cada uno de los miembros de estas organizaciones trabajan juntos hablan sobre lo que están haciendo en un lenguaje un tanto diferente del de los miembros de las otras organizaciones. Todos hablan, digamos, español; pero los “juegos lingüísticos” que dentro del español se usan son diferentes. Estos juegos lingüísticos son, en su forma más superficial, la jerga mediante la cual se comunican los integrantes de la práctica. La diferencia entre los diferentes juegos lingüísticos es tal que un carpintero tendría serios problemas para entender la discusión sobre posibles casos quirúrgicos que tiene lugar en una reunión de neurólogos y neurocirujanos. Sin embargo, suponemos que existe tal cosa como una lengua madre (o, si se quiere, un conjunto de juegos lingüísticos menos especializados y más compartidos por todos lo miembros de una cierta sociedad) en cuyo espacio es posible pensar y hablar otros asuntos de la vida de cada uno de esos personajes fuera de su lugar de trabajo. Es en esa lengua madre donde el carpintero y el neurólogo se pueden comunicar para intercambiarse explicaciones de lo que, originalmente, fue hablado en la jerga especializada de cada uno. Es en esa lengua madre donde tanto el carpintero como el neurólogo podrán pensar y hablar sobre lo que les ocurre en su casa con su familia; sobre lo que ocurre en su ciudad; sobre lo que es bueno y malo para su familia, su vecindario, su ciudad y su país; sobre cómo su práctica particular de carpintería o neurología se inserta en el resto de la vida de cada uno y en la vida de su sociedad... Es en esa lengua madre en la que la misma jerga especializada puede ser hablada —es decir, es en ella donde habitan tanto las palabras especializadas como reglas de un juego lingüístico particular. Es en esa lengua madre, y sólo en ella, donde es posible pensar, hablar y actuar bajo una moralidad y noción de justicia para todos los ciudadanos que vaya más allá de las prácticas específicas. En fin, es en esa lengua madre donde tiene su lugar, tanto el sentido de lo que ocurre fuera de las prácticas especializadas, como el sentido de cada una de esas prácticas como tal.
Supongamos ahora que, en una cierta sociedad, la lengua madre comenzara a sufrir un proceso de profundo deterioro y olvido. Si ese fuera el caso, la posibilidad de comprender (de hacer sentido) y dar cuenta de lo que ocurre en la vida cotidiana dentro de un contexto más amplio que la mera ocurrencia también sufriría un profundo deterioro. Pero lo mismo sucedería con la posibilidad de comunicación entre ciudadanos integrantes de prácticas diferentes, y hasta entre miembros de la misma práctica. La posibilidad de una moralidad y una práctica de la justicia para todos los miembros de esa sociedad se vería seriamente perturbada. Nótese que no estamos simplemente diciendo que una cierta moralidad y una cierta concepción de justicia se vería amenazada; estamos diciendo que la posibilidad misma de la moralidad y de la justicia se deterioraría profundamente. En general, si la lengua madre sufriese esa degeneración, el lenguaje y el pensamiento se fragmentarían de modo tal que lo que ocurre iría perdiendo sentido. Por supuesto —y, he aquí lo más macabro del asunto— si esto llegase a pasar no nos daríamos cuenta de ello; no nos daríamos cuenta, por la sencilla razón de que lo primero que afectaría la fragmentación del pensamiento sería nuestra capacidad de comprender ese tipo de situaciones complejas, cuya percepción, obviamente, requiere una visión holística.
Pensamos que la anterior situación —presentada hasta ahora como imaginaria y que parece extraída de una novela de ciencia-ficción— no está muy lejana de la situación que viven actualmente las culturas occidentales (tanto las del “centro” como las “marginales” —cada una, claro está, a su modo). En términos generales podemos resumir el problema que enfrentamos del siguiente modo:
La última narrativa matriz de Occidente —la del progreso— se ha ido extinguiendo.
Hasta ahora no ha aparecido dentro del lenguaje cotidiano una nueva narrativa matriz verdadera que substituya la anterior. Una “narrativa matriz verdadera” es aquella que pueda dar la mejor cuenta posible de cómo llegamos a ser lo que somos y, por consiguiente, de lo que nos ocurre en el presente.
La narrativa matriz es el hilo conductor del lenguaje madre.
Por lo tanto, la medida de la ausencia de una narrativa matriz verdadera es la medida del deterioro y fragmentación de un lenguaje madre; de un lenguaje madre que permita que lo que nos ocurre a lo largo de nuestra vida individual y social tenga sentido dentro de contextos de sentido trascendentes; trascendentes en contraste con la fugacidad del presente y con la satisfacción del deseo inmediato.
Decíamos que creemos que esta imagen apocalíptica no está muy lejana de nuestro presente y de nuestro futuro inmediato, especialmente en la sociedad que constituye la Venezuela de hoy. En efecto, como mostraremos a continuación, la extinción de la narrativa del progreso deja al descubierto nuevas diferencias entre aquellos pueblos que han estado ocupando el “centro” generador de la cultura occidental, y aquéllos que han poblado su “marginalidad”. Veamos.
Diferencias entre el “centro” y la “marginalidad” de Occidente en relación con la extinción de la narrativa del progreso
A pesar de la desaparición del impulso modernizador, las que, en términos de la narrativa del progreso, habían sido denominadas “sociedades avanzadas” aún viven de la inercia del intento por establecer un orden social que otrora fue diseñado bajo los ideales del proyecto de la Ilustración. Una de las consecuencias de esa inercia ya sin impulso propio es la constitución de una sociedad de técnicos expertos en diferentes dominios del saber tecnológico; sociedad en la que el espacio de lo político se va transformando en el espacio de una lucha por el poder gubernamental mediante el uso exclusivo de las técnicas de manipulación de masas; manipulación que se parece cada vez más a la usada para vender productos de consumo masivo en el mercado de bienes materiales. Ese nuevo espacio se pone de manifiesto en el bombardeo propagandístico propio de las campañas electorales y de las campañas publicitarias en las que se muestran las “obras” de aquellos que llegaron al poder. Por otra parte, en lo poco que va quedando del plano político, la idea del ejercicio de la razón al servicio de la constitución de un orden social justo desaparece a favor del ejercicio de la razón para la defensa de derechos (negativos) individuales o de pequeñas colectividades. Es decir, la escasa participación política se limita al ejercicio de la defensa de intereses parciales por parte de cada ciudadano o de grupos de ciudadanos; y no a la defensa del bien común de todos los ciudadanos. Este modo reducido de participación política es perfectamente comprensible en términos de lo que antes comentábamos sobre las consecuencias del deterioro del lenguaje madre.
En el caso de aquellas sociedades que, como la venezolana, no lograron acoger en su seno ese impulso modernizador, no se formaron ni seres autónomos racionales (como se entendía bajo el proyecto de la Ilustración), capaces de cuestionar el orden social del caso, ni técnicos al servicio de un aparato productivo incuestionado. Tampoco se logró constituir un espacio político basado en la defensa de los derechos negativos. En nuestro caso, nos limitamos, por una parte, a copiar con escaso éxito los resultados de la modernización que otros emprendieron, y, por la otra, a usar las instituciones sociales copiadas como instrumento para el dominio opresor de unos pocos en contra de mayorías empobrecidas, explotadas y enajenadas de cualquier forma cultural. En efecto, la unidad y coherencia de las formas culturales tradicionales fue violentamente destruida en nombre de uno de los lemas de la modernización: “razón contra tradición”. Sin embargo, en nuestro caso, las formas racionales sólo aparecieron como mera apariencia, como esas fachadas de edificaciones que colocan en los escenarios de teatro o en estudios cinematográficos, que sólo son fachadas sin edificación. El resultado es que, habiendo quedado desamparados de las formas culturales tradicionales, tampoco hemos logrado cobijarnos bajo otras nuevas. Una de las consecuencias de este desamparo, en el caso venezolano, ha sido la creación de un orden social basado en la trampa, la injusticia y la opresión.
Dibujado en pocos y toscos brochazos, creemos que lo anterior muestra un camino para pensar la diferencia entre el “centro” y la “marginalidad” de la cultura occidental en términos de la catástrofe cultural que vive la misma.
¿Qué podemos hacer?
Si en cualquier medida tenemos razón acerca de la imagen que hemos ido dibujando de nuestro presente, tal vez enfrentamos lo peor que podríamos imaginar como “problema socio-cultural” —especialmente porque cada vez estaremos más incapacitados para darnos cuenta de lo que nos está ocurriendo. La pregunta que probablemente merodea el pensamiento del lector mientras lee estas líneas ya no puede ser detenida por más tiempo: ¿Si lo que estamos diciendo es cierto, qué podemos hacer para detener esa catástrofe?
Puesto en los términos que formulamos el problema general antes de tratar la diferencia entre las sociedades centrales y las marginales, parece obvio que lo único que se puede hacer para detener la catástrofe es emprender la búsqueda de esa narrativa matriz que dé la mejor cuenta posible de cómo llegó a ser el mundo que hoy habitamos —ese mundo sin mundo, ese mundo desamparado de un lenguaje madre. Luego, habría que enseñar (especialmente, a las nuevas generaciones) esa narrativa matriz, y cómo lo que se presenta en nuestro mundo encaja (o deja de encajar) en ella. Guardamos la esperanza de que esta enseñanza, a su vez, iría dando lugar a un nuevo lenguaje madre.
Vale la pena, en este punto, aclarar que lo que llamamos narrativa matriz es algo mucho más amplio, diverso y complejo que lo que, bajo el nombre de “Historia Universal”, se enseña en la escuela (cada vez menos) como una materia adicional y desconectada del resto de la enseñanza. Una narrativa matriz para el presente sería, más bien, una madeja narrativa que dé cuenta del sentido histórico de las ciencias y de la tecnología; y que, por tanto, muestre los modos de ver y sentir la realidad que han impulsado y sostenido a esas ciencias y tecnologías. Puesto en términos más generales, la narrativa matriz requerida en el presente tendría que poner de manifiesto que nuestro actual modo de estar-en-el-mundo no es único; que proviene de otros que le antecedieron y dará lugar a otros que le seguirán.
En este orden de ideas, la enseñanza dentro de la narrativa matriz —mejor llamada “el cultivo de la narrativa matriz”— no sería, claro está, la simple transmisión de conocimientos a la que hemos ido reduciendo la educación actual. Ésta es una educación que, desde su propio proyecto, está incapacitada para cumplir la tarea fundamental de la educación en cualquier cultura (que no se encuentre en una fase degenerativa); a saber, formar los nuevos seres humanos en el ámbito de las formas lingüísticas y prácticas sociales que le dan sentido a todo el acontecer en la vida individual y colectiva. La educación instrumental intenta enfrentar al educando con un conjunto inconexo de conocimientos que le dicen muy poco en relación con el sentido de lo que le ocurre día a día en su mundo —conocimientos que, en el mejor de los casos (ni siquiera esto en nuestro país y en otros países marginales), sólo lo capacitan para ser un engranaje de una maquinaria que no entiende ni quiere entender, pues su único móvil es el antes comentado “progreso individual”.
Por el contrario, “el cultivo de la narrativa matriz” implicaría una reconstitución histórica de nosotros mismos. Pero, antes de pensar en el cultivo dentro de la narrativa matriz, habría que comenzar por preguntar lo siguiente: ¿Cómo se emprenderá esta ambiciosa tarea de buscar esa “narrativa matriz verdadera” para el presente?
La tarea ya fue iniciada por los más notables pensadores de este siglo a partir del trabajo pionero de algunos filósofos del siglo pasado. En efecto, en este siglo, la obra de pensadores tan diversos como Martin Heidegger (1971, 1977a, 1997b, 1977c, 1977d, 1982, 1985, 1989, 1993a, 1993b, 1993c), Ludwig Wittgenstein (1978), T. Adorno (1966), Michel Foucault (1968, 1974), J.F Lyotard (1984), Alasdair MacIntyre (1981, 1988, 1990), Charles Taylor (1989), Jürgen Habermas (1992), Richard Rorty (1980), Gilles Deleuze (1983), J. Baudrillard (1988) —para mencionar algunos— constituye un rico aporte para la gran tarea del presente —tarea que, sea dicho de paso, ha quedado reservada para una reducida elite intelectual con poca resonancia fuera de ella. Obviamente esta tarea no tiene una terminación visible; se trata, por el contrario, de una búsqueda de nunca acabar. Ahora bien, cabe preguntar aquí por el origen del trabajo de estos filósofos contemporáneos y por la relación que existe entre este origen y el fracaso del proyecto de la Ilustración antes comentado. De hecho, la conexión entre ambos es muy estrecha.
En efecto, el fracaso del proyecto de la Ilustración, unido a otros factores, ha empujado a los pensadores más connotados del Siglo XX a poner en duda la universalidad de las bases de ese proyecto. Descubrieron, muchos de estos filósofos, cómo esa constelación de nociones básicas del corazón de la modernidad —que incluye nociones particulares del humano, de la sociedad, de la libertad, de la justicia, de la razón, etc.— lejos de ser universal, constituye una configuración ontológica entre otras posibles. Descubrieron que esa configuración ontológica es particular y transitoria, no sólo cuando se la compara con la de otras culturas no occidentales, sino que es particular en el mismo devenir de Occidente. De este modo, se fue haciendo patente cómo la Ilustración re-interpretó su propia historia de modo que le sirvió de fundamento a su ser epocal. En su momento, la narrativa del progreso fue el mejor modo de dar cuenta de cómo llegó a ser aquel presente. Y lo hizo, no solo al nivel de los filósofos y los científicos; en buena medida impregnó el lenguaje madre para darle sentido a la vida cotidiana. Así se logró, en una cierta medida, la apropiación entre el ocurrir, la memoria colectiva y la narrativa del progreso: el pasado se re-creó; y, bajo el mismo acto re-creador, el sentido del presente se reconstituyó.
Sin embargo, ya hoy la narrativa del progreso nos resulta poco creíble y, hasta cierto punto, injusta para con la “humanidad” de la cual hizo uno de sus grandes temas.
La razón a la que se refería la Ilustración comenzó a verse, no como la “Razón universal”, sino como un modo particular de razón, el cual, en su oposición a la tradición, se fue reduciendo a un eficiente instrumento para producir una poderosísima tecnología, pero incapaz de dar cuenta del ocurrir y, por tanto, del sentido de la tecnología misma (Heidegger, 1977b). Se puso al descubierto la absurda opresión a la que fueron sometidos los mitos de otras culturas y de otras épocas anteriores en nombre de un mito universal —el del progreso. Se vio cómo esta fuerza opresora fue minando las bases del propio mito sobre el que se legitimó y que usó para desplazar los otros mitos. De este modo, ya sin mitos, o con restos moribundos de ellos, nos descubrimos a la intemperie en un mundo que se va quedando sin mundo; en un estar-allí que paulatinamente va prescindiendo de la noción del estar-allí y de la voluntad de dar cuenta de lo que significa estar allí.
El trabajo filosófico antes mencionado —ése de donde podremos obtener los hilos de una madeja narrativa matriz para el presente— es, para nuestro modo de ver, una respuesta ante esta situación de desamparo, de intemperie, en la que nos encontramos en el presente. Sin embargo, ese trabajo filosófico, lejos de ser una construcción monolítica a la cual organizadamente han contribuido las mentes más claras del siglo, ofrece una rica variedad de modos de presentar el asunto, de acuerdos y desacuerdos, de visiones concentradas en parcelas particulares de la historia y de visiones sobre la historia de todo Occidente. En fin, se trata de una viva discusión que va produciendo lo que hemos denominado una madeja narrativa matriz para el presente.
Ahora bien, bajo la variedad manifiesta en esa madeja narrativa se pueden encontrar dos principios comunes: 1) una cierta conciencia de los límites de la modernidad; y, 2) la pregunta: ¿cómo llegó a ser el presente que habitamos? A su vez, palpitante dentro de esta pregunta se puede sentir un interés práctico por saber cómo vivir el presente. La conjugación de esos dos principios y el interés práctico que subyace a la pregunta por la historicidad del presente coloca al pensamiento ante tres ideas cuyo encuentro resulta problemático —y de cuya problematicidad surge parte de la variedad que caracteriza esa madeja narrativa que nos entregan los filósofos contemporáneos: En primer término, descubrimos la particularidad histórica de esos ideales de la modernidad y, en diferentes grados, reconocemos su fracaso. En segundo término, aún nos reconocemos, aunque sea parcialmente, llamados por esos ideales. Finalmente, en tercer término, creemos que el instrumentalismo y el correspondiente menoscabo de la voluntad de vivir una vida en la que lo que ocurre tenga sentido en términos de la totalidad de esa vida constituyen una degradación de la condición humana (pensada ésta bajo criterios menos provinciales que los de la Ilustración). En la confluencia de estas tres ideas, reconocemos la prioridad de la tercera: El problema fundamental de nuestra época es la reconstitución de una tierra cultural que permita reforzar la voluntad de hacer sentido holístico del acontecer. Pero, ¿cuál ha de ser esta tierra cultural? La primera idea nos hace desconfiar fuertemente de la posibilidad de resucitar el proyecto de la Ilustración. La segunda idea nos revela que no podemos escapar completamente de ese proyecto, porque, a pesar de su fracaso, por una parte, somos el producto de ese fracaso, y, por la otra, algunos de los bienes generados por ese proyecto siguen siendo parte constitutiva de nuestra existencia. ¿Se tratará, entonces, de diseñar un nuevo proyecto que tome en cuenta el fracaso del proyecto de la Ilustración para cambiar su rumbo, pero que, al mismo tiempo, retenga alguno de sus elementos a los que no podemos renunciar? —Creemos que, por ahora, sí.
Antes de proseguir con el asunto de la enseñanza de la narrativa matriz, es conveniente recapitular sobre lo escrito hasta aquí.
Partimos de dos supuestos básicos (con los que estarían de acuerdo la mayor parte de antropólogos y filósofos en el presente):
El papel fundamental que cumple el proceso educativo en cualquier cultura es el de formar las nuevas generaciones dentro de lenguaje y las prácticas sociales de esa cultura (lo que Wittgenstein denomina el “juego lingüístico” —formado por una familia de “juegos lingüísticos”) de manera que lo que ocurre tenga sentido holístico.
La narración es la forma lingüística más directamente relacionada con la posibilidad de que lo que ocurra tenga sentido en un contexto que trascienda la inmediatez del ocurrir.
A partir de las dos premisas anteriores no es difícil arribar a la siguiente conclusión: En una cultura no sujeta a un proceso degenerativo, la madeja narrativa (mitos, leyendas, cuentos, novelas, teatro, poesía, teorías de carácter narrativo) es el recinto básico lingüístico donde la educación de las nuevas generaciones tiene lugar.
En este siglo, hemos sido testigos del proceso de extinción de la última narrativa matriz —la del progreso en el uso de la Razón— que le dio sentido holístico a la vida individual y colectiva de Occidente. A falta de una nueva narrativa matriz que substituya la anterior (así como la del progreso pretendió substituir la cristiana), la reducida razón instrumental se ha ido apoderando de la vida de los pueblos que han estado bajo la égida de la cultura occidental. El resultado de tal empobrecimiento es una vida (individual y colectiva) fragmentada y carente de sentido.
Consecuencia y causa de la situación descrita en el párrafo anterior ha sido el empobrecimiento de toda la actividad educativa. La educación, en el mejor de los casos, se ha ido reduciendo a la formación de técnicos —concebidos éstos como piezas de una maquinaria— que sean útiles para los fines del “nuevo estado industrial” Esta educación instrumental es cada vez más impotente para realizar su misión fundamental descrita en el párrafo 1, pues ni siquiera intenta dar cuenta de la complejidad cultural de nuestro mundo.
La gravedad de esta situación nos impulsa a proponernos el diseño de un sistema educativo cuyo eje central sea el cultivo de una madeja narrativa (“narrativa matriz”) en la que las prácticas sociales fundamentales de nuestra cultura tengan sentido. Nos referimos al cultivo del niño en una narrativa matriz que le brinde sentido a las ciencias, las tecnologías, el trabajo, las instituciones sociales, la relación con los otros, la experiencia de sí mismo, etc. De esta manera, se pueden preparar las nuevas generaciones de modo que contribuyan en prácticas específicas de la sociedad, pero que sean capaces de situar su labor dentro de una totalidad en la que también se insertan los otros aspectos de su vida.
Para emprender esta tarea de diseño es necesario:
Primero, construir una narrativa matriz que dé cuenta de cómo llegó a constituirse nuestro presente. Esta tarea ha sido iniciada por los filósofos más destacados del presente siglo.
Segundo, diseñar un sistema educativo que tenga por base tal narrativa matriz.
El proyecto que proponemos pretende iniciar esta tarea. Veamos cómo.
Luego de la anterior recapitulación y habiendo mencionado la mina de donde podemos obtener los hilos de una madeja narrativa matriz para el presente, es hora de volver la mirada sobre el asunto de la enseñanza de esa narrativa matriz. ¿Se trata, acaso, sólo de enseñar filosofía contemporánea en la escuela? —No. Por lo menos, no, del modo como usualmente se entendería este “sólo enseñar filosofía contemporánea en la escuela”. Y, entonces, ¿cómo?
El diseño contempla varias tareas:
Diseñar una especie de “guión histórico” general que le proporcione una primera forma básica a la narrativa matriz. Esto no sería otra cosa que un cuento que narre cómo llegó a constituirse nuestro presente en el modo como se nos presenta. La madeja narrativa aportada por la filosofía contemporánea encontraría su campo de debate en ese cuento —tanto para encajar en él como para cuestionarlo e irlo modificando.
Mostrar cómo, a la luz de ese guión histórico, se puede ver que las grandes revoluciones educativas de la historia Occidental obedecen a la necesidad de lidiar con cambios epocales —asociados estos, a su vez, a cambios en la narrativa matriz. En particular, intentaremos construir dos modelos que sirvan de comparación y contraste con nuestra situación actual: i) el proyecto educativo de la Grecia clásica ante la pérdida de poder de la narrativa homérica, y ii) el proyecto de educación de la Ilustración ante la pérdida de poder de la narrativa cristiana.
El diseño propiamente dicho (alimentado continuamente por las otras dos actividades antes descritas) de un sistema educativo para la escuela de la Venezuela del presente. La idea que subyace en éste diseño es muy simple: La columna vertebral de todo el proceso de enseñanza-aprendizaje será la lectura de cuentos —al principio, simples cuentos infantiles, luego y gradualmente, cuentos que comienzan a vincularse más directamente con la narrativa mencionada en 1). En esta lectura de cuentos se distinguirán dos actividades fundamentales que estarán presentes a lo largo de todo el proceso:
Cultivo de los cuentos: Tiene por objetivo lograr destreza en el lenguaje y en las habilidades intelectuales básicas. Esta actividad estará constituida por sub-actividades tales como las siguientes: luego de una primera lectura, cada cuento se contará y comentará reiteradamente, en lenguaje oral y escrito; se resumirán los cuentos; se discutirán sus interpretaciones; se obtendrán sus moralejas; se construirán nuevos cuentos a partir de los originalmente leídos; se emprenderán otras actividades en torno a los cuentos tales como dibujos, bailes, cantos, excursiones, etc.
Derivación de contenidos temáticos a propósito de los cuentos: A lo largo de la lectura y del cultivo de los cuentos, se introducirán temas (los cuales, en el actual sistema educativo, se encuentran ubicados dentro de materias tales como matemáticas, física, historia, etc.) que, desde el punto de mira del cuento, enriquezcan la comprensión del mismo. De este modo, bajo la perspectiva narrativa y aprovechando su poder integrador, se irán introduciendo los temas que hoy constituyen los programas de estudio. Esto significa que, en un momento dado, dentro del contexto de un cuento específico la actividad escolar se abocará, por ejemplo, a comprender que son los números fraccionarios y cómo operar con ellos.
El diseño del proceso educativo en torno a cuentos pretende crear textos guías que contengan de manera muy específica y detallada todo lo que se irá haciendo en el salón de clases. La razón de esta especificidad descansa en que partimos del hecho de la muy mala preparación actual de nuestros maestros. El texto guía le servirá al maestro para aprender mientras enseña.
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