CAMINATA A TRAVÉS DE CHACAO [1]
Federico Vegas
Boris Vian inicia su novela El Otoño en Pekín, con una enigmática receta para caminar por la ciudad: «Amadís Dudu seguía sin convicción la estrecha calle que constituía el atajo más largo para llegar a la parada de autobús». Yo siempre busco ese atajo más largo que abrevia lo que extiende, que aleja la necesidad del final acentuando el placer de la aproximación. Al pasear uno busca que la ruta tenga más sentido que la destinación, el tramo que la meta, el andar que lo andado; así obtenemos una suerte de pequeña revancha ante lo inexorable y ante lo perecedero.
El mejor vehículo para un paseo es la caminata, la cual debe ser, ante todo, divertida. «Divertido» viene de «divertere», que quiere decir: «apartarse». Según esto, pasear consiste en dar una serie de «pasos que nos apartan». Divertirse viene a ser casi el opuesto de aproximarse; por consiguiente, una caminata verdaderamente «divertida», es aquella en que jamás se llega. La melancólica estrofa de una famosa canción, «So close, and yet so far,» define bien estos íntimos distanciamientos.
Desde la antigüedad clásica se ha celebrado esta condición efímera y deliciosa de «Andar siempre indiferente y siempre buscando nuevos objetos con infinita curiosidad». Puede pensarse que esta tarea, dedicada más a la especulación que a sus posibles resultados, es un ejercicio fácil e irresponsable, pero en realidad es agotador. Acumular continuas sorpresas y descubrimientos requiere de buen soporte y mejor digestión.
Hay diferentes versiones sobre las condiciones ideales para una caminata. Algunos no admiten la costumbre de caminar y hablar a la vez; según ellos, si en el camino tenemos que explicar a un compañero nuestras observaciones, el placer sutil se convierte en esfuerzo concreto; y de leer el paisaje pasamos a traducirlo. Así ocurre que la divagación se transforma en descripción, los sentimientos en recuentos, el vuelo en simulacros de aterrizaje.
Algunos ensayistas proponen que andar paraliza el cerebro. Virginia Woolf ofrece en Street Haunting, una explicación menos extrema sobre este verbo: «Caminar nos hace flotar apacibles a favor de la corriente; entre pausas y descansos, quizás el cerebro duerme mientras mira». Yo creo que ocurre lo opuesto: al caminar pensamos demasiado, lo que viene a ser una manera de no pensar. Con los cambios de lugar cambian nuestras ideas, nuestras opiniones y sentimientos. Se requiere tanta capacidad de memoria como de olvido para retener lo que vemos y archivar lo ya visto, para hacer y deshacer escenarios continuamente, enfocar sobre nuevas imágenes mientras las anteriores se esfuman.
A la búsqueda de un estilo propio para mis paseos he adoptado dos claves japonesas. Una actitud apropiada para iniciar la caminata se llama «Tsurezuregusa»; significa, hacer algo «con nada mejor que hacer». Para el recorrido empleo el sistema utilizado por algunos pintores japoneses, el llamado «Zuihitsu», o actitud de «seguir al pincel». Es decir, uno no dirige a sus pasos, son los pasos los que señalan; el caminar es quien conduce.
En su ensayo Walking, Henry David Thoreau plantea dos interesantes etimologías; ambas inciertas, ambas útiles. Una traducción al inglés de «pasear» es «sauntering». Según Thoreau el término proviene del francés, y se aplicaba a quienes vagaban sin destino en la Edad Media con la excusa de que se dirigían «á la Sainte Terre». De aquí, a ser paseantes, o hombres «sans terre», no hay sino un paso. Thoreau se emociona con su descubrimiento y promulga que todo caminante estará para siempre comprometido a reconquistar la Tierra Santa de manos de los infieles. Cualquier tierra, sagrada o profana, sirve a esta causa justa y eterna.
Otra reflexión se refiere a la ciudad. Para Thoreau, «villa» viene de «vía». La villa es el ensanchamiento de la vía, el bulbo, el lugar a donde todo va y de donde todo viene. Este llevar y traer no siempre ha sido inocente, y ha generado palabras como «vil» y «villano» para calificar aquellos que caminan pendientes sólo de su provecho. El «Sans terre», o caminante puro, viene a ser el otro extremo.
Cuando la caminata transcurre en la ciudad, debe carecer de dirección y objetivo: toda ruta puede resultar posible y apetecible. Al igual que el Orlando de Virginia Woolf patinando en el Támesis, o el Casanova de Fellini en una Venecia también congelada, el caminante debe buscar la diagonal, lo esférico, el deslizamiento. Todo es penetrable: el pasaje, la puerta secreta, la cuadra, el muro. Llega a entrar sin invitación a un hogar desconocido sólo por conocer el patio. Nada le es doméstico y todo lo público le resulta domesticable. Es siempre un cruzado, un peregrino, un «flaneur» y un paseante. No importa que su ruta conduzca a Santiago de Compostela, a Jerusalén o a una parada de autobús, siempre transita con la misma noble actitud, siempre perplejo, siempre atento, siempre absorto.
La trama que la ciudad propone al caminante no es sólo de calles y edificios, existe sobre esta trama urbana una secuencia de eventos, una serie de incidentes, un «plot». El caminante avanza por una arquitectura y un teatro; la trama del espacio está unida a una trama del tiempo; la ciudad geográfica y la ciudad histórica participan y se confunden una en la otra. No hacen falta grandes acontecimientos ni accidentes notables para que el recorrido sea intenso. Pueden aparecer recuerdos infantiles que nos llegan sin explicación, o pequeñas molduras que observamos con pasión minuciosa. Las grietas en un muro nos atraen tanto como una curva enorme o una casualidad prodigiosa.
El caminante no divide ni jerarquiza, ya tendrá tiempo de catalogar, de concluir, de rumiar; por ahora, tanto lo conmueve el origen de la ciudad como el destino de un solo peldaño o de un árbol solitario. El caminante experto en ciudades sabe además estar rodeado de gente. Acepta y entiende con digna humildad que su condición epicéntrica es circunstancial y secreta.
El caminante es un rey vestido que pasea rodeado de una corte desnuda. Una sola debilidad se le permite y un solo tema se digna a compartir con un eventual acompañante: ¿Donde almorzar? Y así se acerca soñando con recetas y vinos al lugar que por dos horas habrá de ser su hogar. El día que imaginé este ensayo fue en un pequeño local en Chacao llamado «La tasca de Juancho». De esta casual meta nada les cuento; este ensayo no es una guía, sino apenas una invitación.
[1] Tomado (sin autorización) de: Vegas, Federico. La ciudad sin lengua. Caracas: Editorial Sentido, 2001.