MANIFIESTO ROMÁNTICO


Víctor Hugo.
.(Prólogo a Cromwell) 1827.

Edic.  Península.Barcelona 1989.

Introducción de  Henri de Saint Denis:

Víctor Hugo propugna un acercamiento  a la vida. Pero este acercamiento debe hacerse  dentro de una estética, con unos materiales que deben ser reelaborados por el escritor o, para decirlo  según su propio léxico, por el poeta. La obra de arte, y el drama debe serlo, está por encima de la vida tal como ésta se nos ofrece, porque es su quintaesencia.


Víctor Hugo:

En los tiempos primitivos, cuando el hombre se despierta en un mundo que acaba de nacer, la poesía se despierta con él. En presencia de las maravillas que lo deslumbran y que lo embriagan,  su primera palabra no es sino un himno. Se halla todavía tan cerca de Dios que todas sus meditaciones son éxtasis; todos sus sueños, visiones. Se desahoga, canta como respira.  Su lira sólo tiene tres cuerdas, Dios, el alma, la creación. Este triple misterio lo incluye todo. (24)

Con el cristianismo y gracias a él, se introducís en el espíritu de los pueblos un nuevo sentimiento, desconocido por los antiguos y singularmente desarrollado en el hombre moderno, un sentimiento que es más que la gravedad y menos que la tristeza: la melancolía. (...) Pero fue más que un eco, fue un rebote. El hombre, al replegarse, sobre sí mismo, en presencia de estas altas vicisitudes, empezó a apiadarse de la Humanidad, a meditar sobre las irrisorias amarguras de la vida. De este sentimiento, que había significado para el pagano Catón la desesperación, el cristianismo hizo la melancolía. (...) Así, vemos apuntar al mismo tiempo, y como dándose la mano, el genio de la melancolía y de la meditación, y el demonio del análisis y de la controversia.  (30-32)

El cristianismo lleva la poesía a la verdad. Al igual que él, la musa moderna contemplará las cosas desde una perspectiva más elevada y más amplia. Comprenderá que en la creación no todo es humanamente bello, que en ella lo feo existe al lado de lo bello, lo deforme cerca de lo gracioso, lo grotesco  en el reverso de lo sublime, el mal con el bien, la sombra con la luz. Se preguntará si la razón estrecha y relativa del artista debe tener primacía sobre la razón infinita, absoluta del Creador; si el hombre debe corregir a Dios; si la mutilación de la Naturaleza aumentará su belleza; si el arte tiene derecho a desdoblar, por así decir,  la vida, la creación, el hombre; si cada cosa funcionará mejor una vez que se le haya extraído su músculo y su resorte; si, en fin, ser incompleto es el medio de ser armonioso. (33)

¡ Convertís lo feo en un tipo de imitación, lo grotesco en un elemento del arte!

De la fecunda unión del tipo grotesco y del tipo sublime nace el genio moderno, tan complejo, tan variado en sus formas, tan inagotable en sus creaciones, tan opuesto en esto a la uniforme simplicidad del genio antiguo...(35)

En el pensamiento de los modernos, lo grotesco juega un papel inmenso. Se encuentra en cada uno de sus rincones; por una parte, crea lo deforme y lo horrible; por otra lo cómico y lo bufo. Envuelve la religión con mil supersticiones originales, y la poesía con mil imaginaciones pintorescas. Lo grotesco siembra generalmente en le aire, en el agua, en la tierra, en el fuego, estas miríadas de seres intermedios que encontramos perfectamente vivos en las tradiciones populares de la Edad Media; lo grotesco hace girar en las sombras el círculo espantoso del sabbat, y da a Satanás los cuernos, los pies de macho cabrio, las alas de murciélago.(36)

En tanto  que objetivo que apunta a lo sublime, en tanto que medio de contraste, lo grotesco es, a nuestro modo de ver , la más rica fuente que la Naturaleza puede abrir al arte. (38)

Lo bello  no tiene más que un tipo; lo feo mil. Y es que lo bello, hablando humanamente, no es sino la forma considerada en su relación más simple, en su simetría más absoluta, en su armonía más íntimamente vinculada a nuestra organización. Por ello nos ofrece siempre un conjunto completo, pero limitado como nosotros mismos. Por le contrario, lo que denominamos lo feo es un detalle de un gran conjunto que nos escapa y que armoniza, no ya con el hombre, sino con la creación entera. He aquí por qué nos presenta sin cesar aspectos nuevos pero incompletos.(...) Lo grotesco, en la era moderna; es, ante todo, una invasión, una irrupción, un desbordamiento; es un torrente que ha roto su dique. (40)

El día en que el cristianismo dijo al hombre: “Eres doble, estas compuesto por dos seres, uno perecedero, otro inmortal, uno carnal, el otro etéreo, uno encadenado por los apetitos, las necesidades y las pasiones, el otro llevado por las alas del entusiasmo y el ensueño, éste, en fin, siempre inclinado sobre la tierra, aquel constantemente proyectado al cielo, su patria”, este día, el drama fue creado. (48)

Todo lo que está en la Naturaleza está en el arte. (48)

Los hombres de genio, por grandes que sean, llevan siempre en su interior la bestia que parodia su inteligencia. A esto se debe que tengan puntos de contacto con la Humanidad, a esto se debe que sean dramáticos. (50)

El genio, que más aprender adivina, extrae, para cada obra, las primeras reglas del orden general de las cosas, las segundas del conjunto aislado del tema tratado...

El poeta, sólo debe tomar consejo de la Naturaleza, de la verdad y de la inspiración –que es también una verdad y una naturaleza... (63)

La verdad del arte no podrá ser jamás, según ha sido dicho ya por algunos, la realidad absoluta. El arte no puede dar la cosa misma. (65)

Debemos reconocer , si no queremos caer en el absurdo, que el ámbito del arte y el ámbito de la Naturaleza son perfectamente distintos. La Naturaleza y el arte son dos cosas, de lo contrario, una de ellas no existiría. (66)

El  drama es un espejo  donde la Naturaleza se refleja. Pero si este espejo es un espejo ordinario, una superficie llana y unida, sólo dará de los objetos una imagen empañada y sin relieve, fiel pero descolorida: se sabe en qué medida el color y la luz se ven disminuidos a causa de la simple reflexión. Es necesario, pues, que el drama sea un espejo de concentración que, en vez de debilitarlos, recoja y condense los rayos colorantes, que convierta un tenue fulgor en luz, una luz en llama. (67)

El arte busca  en las páginas de los siglos , en las páginas de la Naturaleza, interroga a las crónicas , se aplica a reproducir la realidad de los hechos , sobre todo los de las costumbres y caracteres, mucho menos sujeta a la duda y a la contradicción que los hechos, restaura lo que los analistas han truncado, armoniza lo que han desaparejado, adivina sus omisiones y las repara, colma sus lagunas con imaginaciones que tengan el color del tiempo, agrupa lo que han dejado disperso. (...) Así, el propósito del arte  es casi divino: resucitar, cuando hace historia; crear, cuando hace poesía.  (67)

...abrir al espectador un doble horizonte, iluminar al mismo tiempo el interior y el exterior de los hombres... (68)

  Víctor Hugo:

“De la fecunda unión del tipo grotesco y del tipo sublime nace el genio moderno, tan complejo, tan variado en sus formas, tan inagotable en sus creaciones, tan opuesto en esto a la uniforme simplicidad del genio antiguo”.

“los hombres de genio, por grandes que sean, llevan siempre en su interior la bestia que parodia su inteligencia. A esto se debe que tengan puntos de contacto con la humanidad, a esto se debe que sean dramáticos”



Bowra, C.M. La imaginación romántica (1969). Taurus. Madrid, 1972.

Para Pope y Jonson ... la imaginación tenía escasa importancia y cuando la mencionaban, le daban una significación limitada. Admitían la fantasía, siempre que estuviera controlada por lo que ellos llamaban el “juicio” y admiraban el uso de imágenes, pero considerándolas simplemente como impresiones y metáforas visuales. (...) Deseaban expresar, en términos generales, la experiencia común de los hombres y no entregarse al capricho personal para concebir nuevos mundos. Para ellos, el poeta era un intérprete más que un creador. (..) En cambio, para los románticos la imaginación era fundamental, porque pensaban que sin ella la poesía era imposible. (13)

Esta creencia en la imaginación formaba parte de la creencia contemporánea en la personalidad individual. Los poetas románticos tenían conciencia de su maravillosa capacidad para crear mundos imaginarios y no podían creer que esto fuera estéril o falso. Por el contrario, pensaban que ponerle freno era negarles algo vitalmente necesario para su propio ser. Pensaban que era esto, precisamente, lo que les hacía poetas y que al cultivar su imaginación, podían realizar su misión más eficazmente que otros poetas constreñidos por la caución y por el sentido común. Veían que el poder de la poesía era mayor cuando se guiaba por un impulso libremente creador y sabían que en su caso ocurría cuando modelaban visiones flotantes en formas concretas y cuando perseguían  pensamientos inasequibles hasta capturarlos y someterlos. (14)

Los poetas del Renacimiento  descubrieron de pronto grandes posibilidades de la intimidad humana y las expresaron en una atrevido y amplio que no se limitaba a copiar  humildemente al vida. Los poetas románticos adquirieron una conciencia más profunda de sus propios poderes, y sintieron aquella misma necesidad de ejercerlos, imaginando nuevos mundos de la mente. (14)

Dice Blake: Sostengo que la IMAGINACIÓN es el poder viviente y el agente principal de toda percepción humana, y que yo SOY al repetir en mi mente finita el acto eterno de creación de la mente infinita. (16)

Los poetas creen generalmente que su creaciones están en una u otra forma ligadas con la realidad y esta creencia les alienta en su trabajo. Su método no es el de la mente analítica, pero no por eso deja de ser penetrante. Los poetas suponen que la poesía trata de algún modo con la verdad, aunque esta verdad  sea diferenta de la perseguida por la ciencia o por la filosofía. (18)

En realidad, la imaginación y la intuición son inseparables y constituyen, para todos los efectos prácticos, una sola facultad. La intuición despierta a la imaginación y es espoleada por ella al emprender su tarea. Sobre esta presunción componían los románticos  su poesía. Al utilizar sus poderes creadores, se sentían inspirados por su sentido del misterio de las cosas, que trataban de penetrar con su intuición, para expresarlo en formas imaginativas. (19)

Coleridge elogia a Wordsworth  cuando dice:

<>“Representaba la unión del sentimiento profundo con el profundo pensamiento; el delicado equilibrio entre la verdad de la observación y la facultad imaginativa  de transformar los objetos observados...” (19)

Fue la busca del mundo invisible lo que evocó la inspiración de los románticos y los hizo poetas. El poder de su trabajo procede en parte de su deseo de captar las verdades últimas, y en parte, de su exaltación cuando creían haberlas alcanzado. (21)

<>Una de las ventajas que adquirieron, al librarse de las verdades abstractas y generales fue la libertad de usar sus sentidos para mirar a la naturaleza sin prejuicios convencionales. (23) 

La naturaleza no lo era todo para ellos, pero ellos no hubieran sido nada sin ella, porque sólo a través de ella encontraban esos momentos de exaltación que les hacían pasar del espectáculo a la visión, para penetrar –según creían- en los secretos del universo. (24)

Blake veían en la materia algo distinto: un mundo de valores eternos y de espíritus vivientes. (26)

Shelley llamaba a la poesía “la expresión de la imaginación”, porque unía y armonizaba las cosas dispersas, en vez de separarlas por el análisis. (...) Para Shelley, el poeta es un vidente, dotado de una peculiar intuición para percibir la realidad de la naturaleza. Y esa realidad es un orden completo, que está por encima del tiempo y del cambio y con respecto al cual el mundo corriente no es más que un pálido reflejo. (32)

Hegel: no existe más realidad que la del espíritu.

El movimiento romántico fue un prodigioso intento de descubrir el mundo del espíritu   por el solo esfuerzo del alma solitaria. Fue una manifestación especial de la creencia en la dignidad del individuo que los filósofos y los políticos habían predicado recientemente al mundo. (33)

Los románticos  sabían que su misión era crear e iluminar con su creación todo el mundo consciente y sentimental del hombre; dirigir su imaginación hacia la realidad que late más allá de las cosas familiares; elevar al hombre sobre la rutina mortal de la costumbre, para darle  conciencia de las distancias inconmensurables y las profundidades insondables, haciéndole ver que la mera razón no basta y que es necesaria la intuición de la inspiración. Tenían una visión del hombre y de la poesía más amplia que la adoptada por sus racionales y sosegado predecesores del siglo XVIII, porque creían que lo importante era  la naturaleza entera del hombre y a ésta dirigían su esfuerzo y su llamamiento. (34)

 

Shelley, Percy. Defensa de la poesía. Península. Barcelona, 1986.

Introducción de José Vielma:

Diversos fogonazos de una artillería fantasmal, huidiza –enfermedad, melancolía, locura- destroezan las tenues filas de su espíritu, y desde entonces, la expresión “romántico” pasa a formar parte no ya de la denominación acomodaticia de un período histórico, artístico o literario sino de una forma de “estar” en el mundo, de una actitud particular hacia el entorno definida por la pasión, la subjetividad y una rebelión que bien sabe del hedonismo tanto como de la tragedia; del temor que retrocede y del deseo que aniquila. (7)

En suma, la Poesía  transgrede su condición de género poético para ser forma de vida, mecanismo lucido de liberación, vía de acceso al placer, embellecimiento paulatino del mundo, y el poeta, lejos de ser un mero “profesional de la palabra” es la encarnación divina, la personificación de unas fuerzas ancestrales, presentes y dormidas en todo corazón humano, las cuales en ocasiones se dejan moldear por el trabajo poético, experto sintonizador, arpa cadenciosa, cuando el lenguaje es llama, no espejo. (16)

 

Shelley:

Un poema es la imagen total de la vida expresada en su eterna verdad. Y esta es la diferencia entre la historia y un poema: una historia es un catálogo de hechos sueltos, que no tienen más conexión que el tiempo, el lugar, las circunstancias, las causas y los efectos. Un poema es la creación de acciones, sujetas a las formas inmutables de la naturaleza humana, tales como existen en la mente del Creador, imagen de todas las demás mentes. (32)

 

 

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WORDSWORTH WILLIAM. PREFACIO DE LYRICAL BALLADS (1802)

(fragmento)

(…) El principal objetivo que me propuse lograr con estos poemas fue seleccionar incidentes y situaciones de la vida diaria y narrarlos, o describirlos, desde el principio hasta el fin, hasta donde fuese posible, a través de un lenguaje que fuese utilizado realmente por el hombre y. al mismo tiempo, proyectar sobre esos poemas un cierto colorido de imaginación mediante el cual las cosas comunes fueran  concebidas en una forma poco común. Además de esto y, de manera especial, convertir esos incidentes y situaciones en algo interesante, hasta descubrir en ellos, de una manera auténtica pero sin ostentación, las leyes fundamentales de la naturaleza, sobre todo en lo que respecta a  la manera como asociamos las ideas cuando nos embarga el entusiasmo.; En general, se prefirió la vida modesta y rústica, ya que en tales condiciones, las pasiones naturales del alma encuentran terreno abonado para alcanzar madurez, se reprimen menos y hablan un lenguaje más sencillo y enfático. En tales condiciones de vida, además, nuestros sentimientos más elementales coexisten en un estado de mayor simplicidad y en consecuencia, pueden contemplarse más acucio­samente y comunicarse con más fuerza; porque las costumbres de la vida rural germinan en esos sencillos sentimientos y, además, a causa de la lógica naturaleza de las ocupaciones rurales se comprenden más fácilmente, son más duraderas y. por último, porque en tales condicio­nes las pasiones de los hombres se unen a las formas bellas y permanentes de la naturaleza. El lenguaje de estos hombres ha sido adoptado también (sin duda alguna, purificado de lo que aparentemente son sus verdaderos defectos y de todo aquello que pudiera causar profundo y racional disgusto y repugnancia), puesto que esos hombres se comunican a cada momento con los objetos de los cuales se deriva originalmente la mejor parte del lenguaje y porque, a causa de su  posición en la sociedad y la igualdad y estrechez de su círculo de relaciones, al no estar influenciados por la vanidad social, esos hombres  manifiestan sus sentimientos e ideas a través de simples expresiones,  sin rebuscamientos. En consecuencia, éste lenguaje que brota de la  repetición de hábitos y de sentimientos normales, es un lenguaje más permanente y mucho más filosófico que aquél que a menudo utilizan los poetas, quienes piensan que en la medida en que dejen de compartir el dolor de los hombres, se honran a sí mismos y honran a sus obras, y dan    rienda suelta a formas de expresión de su propia cosecha, arbitrarias y caprichosas, para alimentar gustos y apetitos veleidosos.

No puedo, sin embargo, permanecer insensible al clamor actual ante la trivialidad y mediocridad del lenguaje y pensamiento que algunos contemporáneos míos exhiben de vez en cuando en sus composiciones métricas, y reconozco que este defecto, si es que existe, deshonra más a la propia personalidad del escritor que el falso refinamiento o la innovación arbitraria, aunque debo a la vez sostener que la suma de sus consecuencias es mucho menos peligrosa. De los versos de poemas de estos volúmenes se desprende que existe entre ellos, por lo menos, una diferencia y que cada uno tiene un noble propósito. Si yerro al emitir esta opinión, que siempre empecé al escribir con un propósito distinto de concepción formal, pero, creo que mis hábitos de meditación han formado mis sentimientos en una manera en la cual mis descripciones de los objetos que excitan fuertemente aque­llos sentimientos, se encuentran portando un propósito. Si en esa opinión estoy equivocado, entonces no tengo derecho a que se me llame poeta, puesto que todo lo bueno en poesía fluye espontáneamente de la intensidad de los sentimientos. Pero aunque esto sea cierto, los poemas a los cuales pueda atribuírsele algún valor, fueron creados, no acerca de una variedad de temas, sino por un hombre quien además de estar poseído por algo más que sensibilidad orgánica, había reflexionado larga y profundamente. Puesto que nuestros pensamientos modifican y rigen la afluencia continua de nuestros sentimientos y son ellos sin duda los representantes de todo nuestro sentir en el pasado, y como al contemplar la relación entre estos representantes comunes descubri­mos lo que es verdaderamente importante para los hombres, así, a través de la repetición y continuidad de ese acto, nuestros sentimientos se enlazan con los temas importantes, hasta que finalmente, si es que poseemos en principio mucha sensibilidad, se crean hábitos de pensamiento; y al obedecer ciega y mecánicamente a sus impulsos, descri­bimos objetos y expresamos sentimientos de tal naturaleza y tan relacionados entre sí, que el entendimiento del ser, al cual nos dirigimos -si éste se encuentra en condiciones normales para hacer asociaciones-, necesariamente tiene que iluminarse en cierta forma y renovarse sus sentimientos.

He afirmado que cada uno de estos poemas tiene un propósito; igualmente he explicado al lector cuán fundamental es ilustrar la forma en que se enlazan nuestros sentimientos y nuestras ideas cuando nos embarga el entusiasmo. Aunque, si lo expresamos en lenguaje más apropiado, el propósito es seguir los flujos y reflujos de la mente cuando ésta se ve sacudida por los grandes y simples sentimientos de nuestra naturaleza. He procurado por varios medios lograr este objetivo en estos breves ensayos, descubriendo la pasión maternal a través de muchas de sus emociones más sutiles, como en los poemas del Idiot Boy y de Mad Mother, acompañando la última batalla de un ser humano frente a la cercanía de la muerte, penetrando solitario en la vida y la sociedad, como en el poema Forsaken Indian; mostrando, al igual que en las estrofas tituladas We Are Seven, la perplejidad y obscuridad que acompaña en nuestra infancia el concepto que tenemos de la muerte, o mejor, nuestra total incapacidad para admitir ese concepto; o también, haciendo una demostración de la intensidad del cariño fraternal, o, hablando más filosóficamente, del apego moral cuando se asocia desde temprana edad con las cosas especiales y hermosas de la naturaleza, como en The Brothers; o también, al igual que en The Incident, de Simón Lee, colocando al lector en tal forma que obtenga de las sensaciones comunes de la moral una impresión diferente y más saludable de la que estamos acostumbrados a recibir.

(…)Dado que la mente humana es capaz de recibir estímulos sin que le sean administradas grandes cantidades de poderosos estimulantes; y debe percibir muy débilmente su belleza y dignidad, aquél que no sepa esto y que, además, desconozca que un ser está por encima de otro en la medida en que posee esta habilidad Es por ello que me ha parecido que, intentar crear o desarrollar esta habilidad es uno de los mayores servicios que un escritor puede aportar en cualquier época, pero este servicio, excelente en todo momento, lo es en especial en el momento actual. Pues, innumerables causas, desconocidas en épocas anteriores actúan en el presente como una sola fuerza para embotar los perceptivos poderes de la mente y la incapacitan para realizar cualquier esfuerzo voluntario, hasta reducirla a un estado de sopor. De éstas, las causas de mayor impacto han sido los grandes acontecimientos nacionales que se producen día a día y la creciente aglomeración de personas en la ciudad, en donde la uniformidad de sus ocupaciones genera un apetito insaciable de incidentes extraordinarios, el cual satisface cada hora la rápida comunicación de información.

(…) El lector descubrirá que en estos volúmenes aparecen muy raramente personificaciones de ideas abstractas y que, espero, han sido totalmente rechazadas como un mecanismo ordinario para realzar el estilo y elevarlo por encima de la prosa. Me he hecho el propósito de imitar y, en lo posible, de adoptar el verdadero lenguaje de los hombres; y ciertamente, este tipo de personificaciones no forma parte natural ni normal de ese lenguaje. Sin duda constituye una figura retórica que ocasionalmente es incitada por la pasión, y como tal la he empleado; pero he procurado absolutamente rechazarla como un artificio mecánico de estilo, o como lenguaje familiar de algunos escritores quienes parecen pretender imponerla en la métrica He querido dejar a mis lectores en compañía de la naturaleza humana, convencido que así lograía despertar su interés. No obstante, estoy perfectamente consciente del hecho de que a otros escritores que siguen un rumbo diferente puedan igualmente interesarlos. No me opongo a sus derechos, sólo deseo tener preferencia por un derecho propio. También encontrarán en estos volúmenes muy poco de lo que comúnmente se denomina dicción poética. Evitarla me ha costado un gran esfuerzo, el mismo que otros realizan de ordinario para su creación, lo cual he hecho por la razón ya expuesta, es decir, aproximar mi lenguaje al lenguaje de los hombres, porque el placer que me he propuesto comunicar es de género diferente al que muchas personas suponen sea el objetivo real de la poesía. No sé como pueda ofrecer a mis lectores, sin que se me acuse de ser especifico, una noción más exacta del estilo en el cual yo desearía que estuviesen escritos estos poemas, como no sea informándoles que he tratado en todo momento de fijar mi atención en el tema; por ello espero que, en estos poemas, el grado de falsedad en la descripción sea mínimo, y que mis ideas estén expresadas en un lenguaje cónsono con su respectiva importancia Algo debo de haber adquirido a través de esta práctica, ya que ésta fomenta un atributo de toda buena poesía, es decir, la claridad de sentido. Pero también me ha aislado necesariamente de una gran cantidad de frases y figuras retóricas que durante mucho tiempo han sido consideradas como una herencia común de los poetas, de padres a hijos. También he creído conveniente limitarme aún más y abstenerme de utilizar muchas expresiones, muy apropiadas y hermosas por sí mismas pero que han sido repetidas por poetas mediocres con insensatez, hasta llegar a asociarlas con tales sentimientos de indignación que es casi imposible dominar mediante el arte de la asociación.

Si en un poema hubiese una serie de líneas -o aunque fuese una sola-en la cual el lenguaje, aun cuando estuviese dispuesto en forma natural y estrictamente de acuerdo a las leyes de la métrica, no difiriese del lenguaje de la prosa, existiría una clase numerosa de críticos quienes, al tropezar con estos prosaísmos, como ellos los denominan, pensarían que han hecho un descubrimiento sensacional, y gozarían del poeta como si éste fuese ignorante en su propia profesión. Ahora bien, estas personas establecen una norma crítica que el lector termina por rechazar totalmente, si es que quiere disfrutar esas obras. Con lo cual es muy fácil demostrarle, que no sólo el lenguaje de una gran parte de todo buen poema, incluso el más sublime, no tiene necesariamente que diferenciarse en absoluto -salvo en lo que respecta a la métrica- del lenguaje de la buena prosa, sino que del mismo modo se observará cómo algunos de los trozos más interesantes de los mejores poemas utilizan estrictamente el lenguaje de prosa, de prosa bien escrita. La veracidad de esta aseveración podría ser demostrada a través de innumerables pasajes de casi todos los escritos poéticos, hasta del propio Milton.

(…) He manifestado previamente que una buena parte del lenguaje de todo buen poema puede no diferenciarse en absoluto del lenguaje de la buena prosa Diré aún más: no dudo que pueda afirmarse con entera seguridad que no existe, ni puede existir, una diferencia fundamental entre el lenguaje de prosa y la composición métrica. Nos encanta buscar el parecido entre la poesía y la pintura y, de hecho, decimos que están emparentadas. Pero, ¿adonde vamos a encontrar lazos lo suficiente­mente fuertes que tipifiquen la afinidad entre la composición métrica y la prosa? Ambas se expresan a través de los mismos órganos y se dirigen a los mismos órganos. Puede decirse que los cuerpos de ambos están recubiertos de una misma sustancia, sus sentimientos emparentados, casi idénticos, y sin que siquiera exista entre ellos un grado de diferencia; la poesía no derrama lágrimas como "llanto de los ángeles"(Milton, Paraíso perdido) pero sí de lágrimas naturales y humanas. La poesía no puede vanagloriarse de un icor celestial que diferencie su sustancia vital de la prosa: a través de las venas de ambas circula la misma sangre humana.

Siguiendo con el tema, entonces, en líneas generales, mi pregunta es ¿qué se entiende por la palabra "poeta"? ¿Qué es un poeta? ¿A quién se dirige un poeta? ¿Y que tipo de lenguaje debemos esperar de él? Un poeta es un hombre que habla a otros hombres; es cierto, un hombre dotado de una aguda sensibilidad, de un mayor entusiasmo y una mayor ternura, que posee un mayor conocimiento de la naturaleza humana y un alma más comprensiva que la que se supone poseen los mortales comunes; un hombre satisfecho de sus propias pasiones y deseos, que se regocija, más que otros hombres, del espíritu de vida que vive en él, que / se deleita al contemplar los deseos y pasiones similares que se manifiestan en los tejemanejes del universo y que, por lo general, se siente impulsado a crearlos donde no los halla A estas cualidades, el poeta ha añadido una inclinación: la de sentirse más afectado que los demás hombres por las cosas ausentes como si éstas estuviesen presentes, una habilidad ésta para conjurar pasiones, sin duda alguna totalmente diferentes de las pasiones provocadas por los hechos reales, aunque no obstante, más parecidas a las pasiones provocadas por hechos reales que a cualquier cosa que los demás hombres estén habituados a sentir dentro de sí, simplemente a través de los movimien­tos de sus propios sentimientos (especialmente en aquellas partes de la compasión común que son agradables y encantadoras); de donde, y a través de la experiencia, el poeta ha adquirido una mayor soltura y fuerza para expresar lo que piensa y siente, especialmente aquellos pensamientos y sentimientos que despiertan en él sin que haya una emoción inmediata externa, por voluntad propia o proveniente de la estructura de su misma mente.

Sin embargo, cualquiera sea la parte de esta facultad que nosotros imaginamos posee incluso el más grande de los poetas, no puede existir una duda acerca del hecho de que el lenguaje que aquélla le sugiere no debe parecerse ni lejanamente, en vigor o en verdad, al que expresan los hombres en la vida real; presionado justamente por esas pasiones, el poeta en sí mismo va creando, o creyendo crear, ciertas sombras de esas pasiones. Aun cuando uno quisiese abrigar un concepto elevado de la personalidad de un poeta, es obvio que, mientras éste describa e imite las pasiones, su posición es totalmente esclavizante y mecánica si se compara con la libertad y fuerza de acciones y sufrimientos reales y considerables. De modo que el poeta deseará transferir sus sentimien­tos cercanos a los sentimientos de las personas cuyos sentimientos él describe, más aún, tal vez durante breves períodos de tiempo, se deje embargar por una total desilusión e incluso, confundir e identificar sus propios sentimientos con los de ellos; modificando sólo el lenguaje, quede esta forma le es sugerido, tomando en cuenta lo que él describe como un propósito especifico, el de proporcionar placer. Luego, en este punto, aplicará el principio en el cual he insistido tanto, esto es, la selección: dependerá de ésta para eliminar lo que de otra forma sería doloroso o repulsivo en la pasión. Sentirá que no hace falta ataviar ni exaltar la naturaleza y, mientras aplique con más fuerza este principio, más profunda será su fe, de forma tal que no habrá palabras existentes que sugieran su fantasía o su imaginación y que puedan compararse con aquéllas que emanan de la realidad y la verdad.

A los que no se oponen al carácter universal de estas observaciones puede decírseles, sin embargo, que ya que el poeta se ve imposibilitado de producir para todas las ocasiones un lenguaje que se ajuste perfectamente a la pasión, como el lenguaje que la pasión misma inspira, sería bueno que se colocara en la situación de un traductor, el cual se considera justificado cuando reemplaza excelencias que son inalcanzables para él por otras de distinta clase, y ocasionalmente se esfuerza en superar el original para hacer las correcciones que él considera debe proponer para sobrepasar su original con el objeto de subsanar la inferioridad general a la cual está sometido. Pero hacer esto seria propiciar ociosidad y cobarde desesperación. Además, es el lenguaje de los hombres que hablan de aquello que no comprenden, como hablan de poesía cual tema de diversión y pasatiempo, que conversan con nosotros acerca de su gusto por la poesía en el mismo tono de gravedad en la cual la expresan, como si se tratase de algo indiferente, como el gusto por el baile en la cuerda floja, el (vino) Frontiniac o el jerez. Aristóteles, según tengo entendido, dijo que la poesía de todos los géneros literarios, es el más filosófico, y es cierto: su objetivo es la verdad, no individual ni local, sino general y funcional: que no está  sometida al testimonio externo sino que se mantiene viva en el corazón I por la pasión; una verdad que es su propio testimonio, que da fuerza y  divinidad al tribunal al cual apela y recibe éstos de ese mismo tribunal. Poesía es la imagen del hombre y la naturaleza. Los obstáculos que se encuentran en el camino de la fidelidad del biógrafo y del historiador y de su consecuente utilidad, son infinitamente más que los que ha de encontrar el poeta que tiene un suficiente conocimiento de la dignidad de su arte. El poeta escribe teniendo sólo una limitación, esto es, la necesidad de proporcionar un placer inmediato a un ser humano, poseedor de esa información que puede esperarse de él, no como abogado, médico, marinero, astrónomo o filósofo por naturaleza, sino como hombre. Salvo esta única limitación, no hay objeto alguno interpuesto entre el poeta y la imagen de las cosas; entre ésta y el biógrafo y el historiador hay miles.

Ni tampoco permitamos que esta urgente necesidad de producir placer sea considerada como una degradación del arte del poeta. Es todo lo contrario. Es un reconocimiento de la belleza del universo; es el reconocimiento más sincero porque es indirecto, no formal; es una tarea liviana y fácil para el que observa el mundo con espíritu de amor. Aún más, es un homenaje que se rinde a la dignidad innata y sin adornos del hombre, al grandioso principio elemental del placer, mediante el cual, aquél conoce y siente, vive y se mueve. No sentimos compasión sino por lo que se propaga con placer: que no se me malinterprete; pero, dondequiera que sentimos compasión con dolor, veremos que la compasión ha sido producida y continuada por una combinación sutil con el placer. No tenemos conocimiento, es decir, no hemos extraído principios generales de la observación de hechos específicos, sino lo que ha sido creado por el placer, y que existe en nosotros sólo por el placer mismo. El hombre de ciencia, el químico y el matemático, a pesar de las dificultades y disgustos que hayan tenido que vencer, saben esto y así lo perciben. No importa cuan dolorosos puedan ser los objetos con los que esté relacionado el conocimiento del anatomista, él siente que en su conocimiento hay placer y donde no sienta placer no poseerá conocimiento. Luego ¿qué hace entonces el poeta? Piensa que el hombre y los objetos que lo rodean actúan y vuelven a actuar entre sí hasta producir una complejidad infinita de dolor y placer, piensa en el hombre con su propia naturaleza y en su vida ordinaria, contemplando ésta con una cierta cantidad de conocimientos prácticos, con ciertas convicciones, intuiciones y deducciones, las cuales, por costumbre, adquieren el carácter de intuiciones; piensa en él como si contemplara esta compleja escena de ideas y sensaciones, encontrando por doquier objetos que de inmediato suscitan en él sentimiento de compasión que, por exigencias de su naturaleza, vienen acompañados de un excesivo gozo.

Es a este conocimiento que todos los hombres llevan consigo y a estos sentimientos de compasión -con los cuales, sin otra disciplina que no sea nuestra vida cotidiana, estamos capacitados para deleitarnos- que el poeta dirige fundamentalmente su atención. Considera que el hombre y la naturaleza, fundamentalmente, se adaptan mutuamente, y que la mente del hombre es el espejo natural de las cualidades más bellas e interesantes de la naturaleza! Y es así como el poeta, impulsado  por este sentimiento de placer que lo acompaña a lo largo de todos sus estudios, conversa con la naturaleza y, en general, con las emociones relacionadas con aquellas que, a través del esfuerzo y el tiempo, el hombre de ciencia ha cultivado en sí mismo, conversando con aquellas partes especificas de la naturaleza que son objeto de sus estudios. El conocimiento de ambos, poeta y hombre de ciencia, es placen sin embargo, el conocimiento del uno se adhiere a nosotros como una parte necesaria de nuestra existencia, de nuestra herencia natural e inaliena­ble; el otro, es una adquisición personal e individual, lenta en llegar, que nos vincula por medio de una compasión directa poco habitual con nuestros semejantes. El hombre de ciencia busca la verdad como a un benefactor lejano y desconocido, acariciándola y amándola en su soledad; el poeta, cantando una canción en la cual se le unen todos los seres humanos, se regocija en presencia de la verdad como nuestra amiga visible y compañera perenne. La poesía es el aliento y la fuerza superior de todo conocimiento; es la expresión apasionada que refleja la superficie de toda ciencia. Puede decirse enfáticamente del poeta, como ha dicho Shakespeare del hombre, "que él mira antes y después". El es la roca de salvación de la naturaleza humana, defensor y conservador, llevando por doquier unión y amor. A pesar de las diferencias de suelo y clima, de lengua y educación, de leyes y costumbres, a pesar de las cosas que silenciosamente han perdido el juicio y de las cosas destruidas violentamente, el poeta une a través de la pasión y el conocimiento el vasto imperio de la sociedad humana, tal y como se encuentra extendido por toda la tierra y en todas las épocas. Los objetos del pensamiento del poeta se encuentran por doquier, aunque los ojos y sentidos del hombre, es cierto, son sus guías preferidas; pero aún así, irá dondequiera que él pueda encontrar un ambiente propicio para la sensación en el cual pueda mover sus alas. La poesía es el primero y el  último de todos los conocimientos, es inmortal, al igual que el corazón del hombre. Si el esfuerzo del hombre y la ciencia originan en algún momento una revolución material,  directa o indirecta de nuestra condición y de las impresiones que normalmente recibimos, el poeta en ese caso no dormirá ni más ni menos que ahora, sino que estará dispuesto a seguir los pasos del científico, no sólo en los efectos indirectos generales, sino que permanecerá a su lado, transmitiendo sensaciones a los objetos de la ciencia misma. Los hallazgos más lejanos del químico, del botánico o del minerólogo serán objeto apropiado del arte del poeta, al igual que cualquier otro objeto en el cual él pueda emplear el arte, siempre y cuando llegue el momento en el cual estemos familiarizados con estas cosas, y que las relaciones, según las cuales estas cosas son contempladas por los seguidores de las ciencias respectivas, se tornen manifiesta y palpablemente materiales para nosotros, como seres que gozamos y sufrimos. Si alguna vez llegara el momento en el cual lo que ahora se llama ciencia, y con la cual los hombres estuviesen así familiarizados estuviera lista por así decirlo para tomar la forma de la naturaleza humana, el poeta prestan a su alma divina para ayudar a la transfiguración, alegrándose por el ser así creado, como si fuese un legítimo habitante muy querido de la morada del hombre. Así pues, no debe pensarse que alguien que posea ese sublime concepto de la poesía que yo he intentado transmitir, irrumpe en la santidad y verdad de sus impresiones a través de ornamentos temporales y accidentales, y procure, mediante el arte, despertar la admiración de sí mismo, necesidad ésta que depende, manifiestamente, de la supuesta mediocridad de su tema.

Lo que he afirmado hasta ahora afecta a la poesía en general, pero principalmente a esas partes de la composición en las que el poeta habla a través de los labios de sus personajes; y sobre este particular, esto parece ser de tanto peso que terminaré diciendo que existen pocas personas con sentido común que no permiten que las partes dramáticas de una composición tenga defectos, en la misma medida en que éstas se aparten del verdadero lenguaje de la naturaleza y estén matizadas por una dicción propia del poeta, bien sea porque le son peculiares como poeta individual que es, o simplemente porque son propias de los poetas en general, de un grupo de hombres que partiendo del hecho de que sus composiciones son métricas, se espera que empleen un lenguaje específico.

No es entonces, en las partes dramáticas de la composición que nosotros buscamos esta diferencia de lenguaje, pero aun así, podría ser conveniente y necesario hacerlo cuando el poeta nos habla a través de su propia persona y personalidad A lo cual respondo remitiendo a mis lectores a la descripción que ya he dado de un poeta. Entre las cualidades que he enumerado como las principales que tienden a formar un poeta, no hay nada que implique que éste sea diferente de los demás hombres, en género, sino sólo en calidad. La totalidad de lo que aquí he dicho es que el poeta se distingue de los demás hombres, fundamentalmente por una mayor rapidez para pensar y sentir sin tener una causa externa de emoción inmediata, y una fuerza mayor para expresar esos pensamientos y sentimientos que se producen en él de esta manera. Pero, estas pasiones, pensamientos y sensaciones son las pasiones, pensamientos y sensaciones generales de los hombres. ¿Y con qué se relacionan éstas? Sin duda alguna con nuestros sentimientos morales y sensaciones animales, y con las causas que los estimulan, con el funcionamiento de los elementos y las apariencias del universo visible; con la tormenta y el sol radiante, con el cambio de las estaciones, con el frío y el calor, con la pérdida de los amigos y los familiares, con las injurias y resentimientos, la gratitud y la esperanza, con el temor y el dolor. Estas y otras, son las sensaciones que describe el poeta, puesto que son las sensaciones de los demás hombres y los objetos que a ellos interesan. El poeta piensa y siente, sumergido en las pasiones de los hombres. ¿Cómo puede entonces su lenguaje diferir en absoluto materialmente del lenguaje de todas las demás personas que sienten vividamente y ven con claridad? Podría comprobarse que eso es imposible. Pero, suponiendo que no fuese éste el caso, al poeta podría entonces permitirse que emplease un lenguaje específico al expresar sus sentimientos para su propia satisfacción, o la de las personas como él. Pero los poetas no escriben sólo para los poetas, sino para los hombres. Por tanto, a menos que nosotros seamos defensores de esa admiración que depende de la ignorancia y de ese placer que surge al escuchar lo que no comprendemos, el poeta debe descender de esta supuesta altura y, a fin de despertar una compasión racional, debe expresarse igual que los demás.

He afirmado que la poesía es el desbordamiento espontáneo de intensos sentimientos; se origina de la emoción recordada en la quietud; la emoción se contempla hasta que, por una especie de reacción, la quietud desaparece gradualmente y una emoción, similar a la que fue antes el objeto de contemplación, se produce gradualmente y, de hecho, existe en realidad en la mente. En este estado de ánimo comienza generalmente la composición brillante y continúa en un estado de ánimo similar, pero la emoción producida por diversas causas, cualquiera que sea la clase y el grado, es valorada según los diferentes placeres, de forma tal que al describir las pasiones que son descritas volun­tariamente, cualesquiera que éstas sean, la mente estará en general en un estado de gozo. Ahora bien, si la naturaleza fuese así de prudente en mantener en un estado de gozo, a un ser utilizado de esta forma, el poeta debería sacarle provecho a la lección que le es ofrecida, y en especial, tener cuidado de que las pasiones que él comunique a sus lectores, no importa que clase de pasiones sean, si es que el lector es de mente sana y vigorosa, deberían venir siempre acompañadas de extremo placer. Ahora bien, la música del armonioso lenguaje métrico, el sentido de la dificultad superada y la ciega asociación de placer que ha sido percibida previamente en obras de rima o métrica de la misma o de una construcción similar, la percepción incomprensible del lenguaje reno­vada perennemente, de gran semejanza al de la vida real, y sin embargo, tan diferente en el aspecto de la métrica, todo ello, crea imperceptible­mente una compleja sensación de deleite, cuyo uso es de suma importancia para suavizar el sentimiento doloroso que se halla siempre entremezclado con las vigorosas descripciones de las más profundas pasiones. Este efecto se produce siempre en la poesía patética y apasionada; mientras que, en composiciones más ligeras, la soltura y gracia con las cuales el poeta maneja sus piezas son manifiestamente, por sí solas, fuente importante de la satisfacción del lector. Tal vez debería incluir todo aquello que sea necesario decir sobre este tema y afirmar lo que pocas personas negarían, y es que, entre dos descrip­ciones, bien sea descripciones de pasiones, costumbres o personajes, ambas igualmente bien logradas, la una en prosa y la otra en verso, el verso será leído un centenar de veces, mientras que la prosa apenas una.

 

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LAS RAÍCES DEL ROMANTICISMO

BERLIN ISAIAH. Taurus. España,  2000

Datos biográficos del autor: Sir Isaiah Berlin (1909-1997) nació en Riga, capital de Letonia. Cuando tenía seis años su familia se trasladó a Rusia. En 1921 su familia se trasladó a Inglaterra donde se radica definitivamente.

 

EL ROMANTICISMO: EN BUSCA DE UNA DEFINICIÓN

Podría esperarse que comenzara, o que intentara comenzar, con alguna definición del romanticismo, o al menos, con algu­na generalización que aclarara qué entiendo por éste. Pero no pretendo entrar en tal trampa. Ya el sabio y eminente profesor Northrop Frye señala que cuando alguien se embarca en una generalización sobre el tema, aun en algo tan inocuo como de­cir, por ejemplo, que nació entre los poetas ingleses una actitud nueva ante la naturaleza —digamos, por ejemplo, en Wordsworth y Coleridge por oposición a Racine y Pope—, no faltará quien presente evidencia contraria basándose en los escritos de Hormero o Kalidhasa, en las epopeyas árabes preislámicas, en la poesía española medieval y, finalmente, en los propios Racine y Pope. Por esta razón, no pretendo generalizar sino expresar de algún otro modo lo que concibo como romanticismo.

La literatura sobre el romanticismo es más abundante que el romanticismo mismo, y la literatura encargada de de­finir de qué se ocupa esta literatura es, por su parte, verdade­ramente voluminosa. Existe una especie de pirámide inverti­da. Se trata de un tema peligroso y confuso en el que muchos han perdido, no diría su sano juicio, aunque sí su propio senti­do de dirección. Esta situación es comparable a esa caverna oscura descrita por Virgilio, donde todas las pisadas iban en una única dirección; o a la caverna de Polifemo, donde aque­llos que allí se internaban parecían no emerger nunca. Luego me embarco en este tema con algo de temor.

La importancia del romanticismo se debe a que constitu­ye el mayor movimiento reciente destinado a transformar la vida y el pensamiento del mundo occidental. Lo considero el cambio puntual ocurrido en la conciencia de Occidente en el curso de los siglos XIX y XX de más envergadura y pienso que todos los otros que tuvieron lugar durante ese periodo parecen, en comparación, menos importantes y estar, de todas maneras, profundamente influenciados por éste.

La historia, no sólo del pensamiento, sino de la conciencia, la opinión y también de la acción; la historia de la moral, la po­lítica y la estética es en gran medida una historia de modelos dominantes. Cuando analizamos una civilización en particu­lar descubrimos que sus escritos más característicos, y sus otros productos culturales, reflejan un patrón de vida especí­fico que rige a los responsables de dichos escritos, pinturas o producciones musicales particulares. Comprendemos, enton­ces, que para identificar una civilización, para concebir el tipo de civilización que es, y para entender el mundo en el que pensaron, sintieron y actuaron aquellos hombres, es impor­tante intentar, en la medida de lo posible, aislar ese patrón dominante por el que se rige dicha cultura. Consideremos, por ejemplo, la filosofía o la literatura griega de la era clásica. Si analizamos la filosofía de Platón, por ejemplo, descubri­mos que el autor se ve dominado por un modelo de pensa­miento geométrico o matemático. Vemos claramente que su línea de pensamiento está condicionada por la noción de que existen verdades axiomáticas, cristalinas e inquebrantables de las que es posible, gracias a una lógica severa, deducir ciertas conclusiones absolutamente infalibles. Resulta evidente que es posible alcanzar este tipo de saber absoluto por un méto­do especial, recomendado por él; que existe un conocimien­to absoluto del mundo, y que de poder acceder a él —del que la geometría, es decir, la matemática en general, es su ex­presión más cercana, su paradigma más perfecto—, podría­mos organizar nuestras vidas en función de este saber, de es­tas verdades, de una vez y para siempre, de modo estático y sin necesitar cambio futuro. Así, podría esperarse que todo sufrí-miento, toda duda, toda ignorancia, toda forma de vicio o lo­cura humana desaparecieran de la tierra.

La noción de que hay en algún lugar una visión perfecta, y de que solamente se necesita para alcanzar dicha verdad cierto tipo de disciplina severa, o cierto tipo de método análo­go, de algún modo, a las frías y aisladas verdades matemáticas, afecta a una gran cantidad de otros pensadores del periodo posplatónico. Sin duda, afecta al Renacimiento, que sostenía ideas similares; a pensadores como Espinosa; a pensadores del siglo XVIII y XIX también, quienes creían posible llegar a algún tipo de conocimiento, que aunque no absoluto, fuera de to­das maneras casi absoluto, y arreglar, gracias a éste, el mundo, creando un orden racional en el que la tragedia, el vicio y la estupidez —causantes de tanta destrucción en el pasado— pudieran ser finalmente evitadas gracias al uso de informa­ción cuidadosamente adquirida y a la aplicación de una ra­zón universalmente inteligible.

Me he referido a un tipo de modelo ofreciéndolo, simple­mente, a modo de ejemplo. Estos modelos comienzan invaria­blemente por liberar a la gente del error, de la confusión, de alguna realidad ininteligible que la gente intenta explicarse gracias a ellos. Casi invariablemente, sin embargo, ellos termi­nan por esclavizar a estas mismas personas, al no poder dar cuenta de la experiencia en su totalidad. Los modelos se ini­cian, entonces, como liberadores y terminan funcionando despóticamente.

Analicemos otro ejemplo: una cultura paralela durante un periodo similar, la de la Biblia, la de los judíos. Encontraremos un modelo dominante completamente distinto, un conjunto de ideas diferentes que hubieran sido incomprensibles para los griegos. La noción en la que se origina el judaísmo y el cris­tianismo es, en gran medida, la de la vida en familia, de las re­laciones entre padre e hijo, y tal vez también de las de miem­bros de una tribu con otra. Estas relaciones fundamentales por las que se explican la vida y la naturaleza —el amor de los hijos por el padre, la hermandad entre los hombres, el per­dón, los mandatos de un superior dirigidos a un inferior, el sentido del deber, la transgresión, el pecado y su consecuen­te necesidad de expiación—; todo este complejo de cualida­des, por el que se explicaría la totalidad del universo según los creadores de la Biblia, y también según aquellos que en gran medida se ven influenciados por ésta, habría sido fran­camente incomprensible para los griegos.

Consideremos un salmo bien conocido donde el salmista dice: "Cuando Israel salió de Egipto [...] la mar lo vio y huyó, retrocedió el Jordán, los montes brincaron lo mismo que car­neros, y las colinas como corderillos", y se le ordenó a la tierra: 'Tiembla [...] ante la faz del Dios de Jacob". Esto habría sido incomprensible para Platón o Aristóteles, ya que la idea de un mundo que responde personalmente a las órdenes del Señor, la noción de que todas las relaciones, tanto animadas como inanimadas, han de ser interpretadas bajo la forma de relacio­nes humanas, o lo que es lo mismo, entre personalidades, en un caso, divinas, en otro humanas, constituye una concepción de lo divino y de su vínculo con la humanidad muy alejada de la griega. De aquí la ausencia entre los griegos de la noción de obligación, la ausencia de una noción de deber tan difícil de comprender por aquellos que leen a los griegos bajo una len­te influenciada, en parte, por la tradición judía.

Permítaseme intentar explicar cuan extraños pueden ser los diferentes modelos, ya que esto es importante para trazar la historia de estas transformaciones de conciencia. Han acon­tecido considerables revoluciones en la perspectiva general de la humanidad, que han sido, a veces, difíciles de volver a lo­calizar debido a que las suprimimos interpretándolas como algo familiar. Giambattista Vico —el pensador italiano que prosperó a principios del siglo XVIII, si puede acaso atribuírsele prosperidad a un pensador totalmente olvidado y abandonado en la pobreza— ha sido el primero, tal vez, en hacernos notar la extrañeza de las culturas antiguas. Éste señala, por ejemplo, que en la cita 'Jovis omnia plena" ("Todo está lleno de Iovis"), terminación de un hexámetro latino perfectamente conocido, se dice algo no del todo comprensible para nosotros. Por un lado, Júpiter o Iovis es una gran divinidad barbuda que lanza truenos y rayos. Por otro lado, se dice que todo —omnia— está "lleno de" este ser barbudo; algo que no es inteligible. Vico señala entonces, con imaginación y sentido, que la visión de estos pueblos de la antigüedad, tan alejados de nosotros, debe haber sido muy diferente de la nuestra para que hayan sido capaces de concebir a su dios no sólo como gigante bar­budo imperando sobre dioses y hombres, sino también como algo de lo que la totalidad de los cielos podría estar llena.

Observemos un ejemplo más familiar. Cuando Aristóteles en la Etica a Nicómaco discute la cuestión de la amistad, éste señala —de modo bastante sorprendente para nosotros— que existen varios tipos de relaciones amistosas. Hay una amistad, por ejemplo, que consiste en una forma de locura apasionada de un ser humano por otro; y otra en relaciones de negocio, de comercio, de compra y venta. El hecho de que para Aristóteles no sea nada extraño decir que existen dos ti­pos de amigos, que hay gente cuya vida está enteramente brin­dada al amor, o lo que es lo mismo, cuyas emociones están empeñadas en el amor, y por otro lado, hay gente que vende zapatos a otra, y que ambas son especies de un mismo género, es algo a lo que nosotros, ya sea como resultado de la cristian­dad, o del movimiento romántico, o de cualquier otra índo­le, no podemos acostumbrarnos con facilidad.

Ofrezco estos ejemplos para exponer, simplemente, que es­tas culturas de la antigüedad son más extrañas de lo que pensa­mos, y que han ocurrido transformaciones mucho más pro­fundas en la historia de la conciencia humana que las que podría ofrecer una lectura no crítica y ordinaria de los clási­cos. Existen, desde ya, muchos otros ejemplos. El mundo puede concebirse orgánicamente —como un árbol, en el que cada parte vive para y a través de las demás— o mecáni­camente, tal vez como resultado de algún modelo científico, en el que las partes se relacionan externamente y en donde el Estado, o cualquier otra institución humana, es concebida como una máquina destinada a promover la felicidad o a pre­venir que la gente se haga daño mutuamente. Estas concep­ciones de vida son muy diferentes, pertenecen a climas de opinión divergentes y se ven influenciadas por distintas con­sideraciones.

Lo que sucede como regla general es que algún tópico gana ascendencia —digamos, por ejemplo, la física o la quími­ca— y, como resultado de la enorme influencia que ejerce so­bre la imaginación de su generación, se aplica también a otros campos. Esto ha ocurrido con la sociología en el siglo XIX y con la psicología durante el nuestro. Mi tesis es que el movi­miento romántico ha sido una transformación tan radical y I de tal calibre que nada ha sido igual después de éste. Es en esta ' afirmación en la que deseo concentrarme.

¿Dónde tomó impulso el movimiento romántico? Cier­tamente, no ha sido en Inglaterra aunque, sin duda, técnica­mente nació allí; esto es lo que dirán todos los historiadores. De todos modos, no es allí donde se presentó en su forma más dramática. Surge aquí la pregunta: ¿cuando me refiero al romanticismo estoy reseñando algo que ocurre histórica­mente, como parezco sugerir, o es tal vez un marco mental permanente no exclusivo ni monopolizado por una época en particular? Herbert Read y Kenneth Clark han tomado esta última posición. Según ellos, el romanticismo constituye un estado de conciencia permanente que puede encontrarse en cualquier lugar. Kenneth Clark lo localiza en algunas líneas de Adriano; Herbert Read nos provee de una gran cantidad de ejemplos. El barón Seilliére, que ha escrito abundantemen­te sobre el tema, cita a Platón, a Plotino, al novelista griego Heliodoro y a muchos otros autores que han sido, según él, escritores románticos. Pero yo no deseo entrar en esta cues­tión, aunque pueda ser cierta. El tema que yo deseo tratar está confinado en el tiempo. No propongo ocuparme de una ac­titud humana permanente sino de una transformación par­ticular ocurrida en el tiempo y que aún nos afecta hoy. Quiero limitar mi atención a lo ocurrido durante el segundo tercio del siglo XVIII y que no tuvo lugar en Inglaterra ni en Francia aunque sí, en gran parte, en Alemania.

La visión tradicional del cambio histórico y de la historia en general nos da cuenta de esto. Comenzamos con un ele­gante dix-huitiemé francés, en el que todo empieza siendo tran­quilo y suave, obedeciéndose las reglas en la vida y en el arte, existe un avance general de la razón, progresa la racionalidad, se retira la Iglesia y la sinrazón cede a los ataques prodigados por los phibsophes franceses. Hay paz, hay calma, hay construcciones elegantes, se cree en la aplicación de la razón universal tanto en cuestiones humanas como en la práctica artística, en la moral, en la política, en la filosofía. Entonces, se da una invasión súbita y aparentemente inexplicable. Surge repentinamente una erupción violenta de la emoción, del entusiasmo. Las personas comienzan a interesarse por los edificios góticos, por la introspección. La gente se vuelve súbitamente neurótica y melancólica; comienza a admirar el arranque inexplica­ble del talento espontáneo. Hay una retirada general de aquel estado de cosas vidrioso, simétrico y elegante. Al mismo tiem­po, ocurren también otros cambios. Estalla una gran revolu­ción; hay descontento; se decapita al rey; comienza el terror.

No resulta del todo claro qué tienen que ver estas dos re­voluciones entre sí. Cuando leemos la historia, tenemos la sensación de que algo catastrófico ocurrió hacia fines del si­glo XVIII. Al principio, las cosas parecían desarrollarse de mo­do comparativamente tranquilo; luego, ocurrió una estrepito­sa ruptura. Algunos le dan una buena acogida, otros la denuncian. Estos últimos suponen que ésta ha sido una edad elegante y pacífica: aquellos que no la vivieron, dirá Talleyrand, no conocieron el verdadero plaisir de vivre. Otros dicen que se trató de una edad artificial e hipócrita, que la revolu­ción introdujo un ámbito de mayor justicia, humanidad, liber­tad, de mayor comprensión del hombre por el hombre. Haya sido del modo que fuere, la cuestión es la siguiente: ¿cuál es la relación entre esta revolución romántica —esta repentina en­trada en los ámbitos del arte y la moral de una actitud nueva y turbulenta— y aquella que típicamente se conoce como la Re­volución Francesa? ¿Fueron los que danzaron sobre las ruinas de la Bastilla, aquellos que decapitaron a Luís XVI, los que se vieron afectados por ese impetuoso culto al talento, por esa precipitada invasión de emocionalismo de la que se nos habla, o por ese repentino desorden y turbulencia que inundó el mundo de Occidente? Aparentemente, no. Está claro que los principios bajo los que se llevó a cabo la Revolución Francesa, fueron los de la razón universal, del orden, de la justicia; prin­cipios en absoluto conectados con aquel sentido de unicidad, de profunda introspección emocional, de diferencia de las co­sas, de disimilitudes más que de similitudes, con los que se asocia usualmente al movimiento romántico.

¿Pero qué pasa con Rousseau? Por supuesto, se le relacio­na —acertadamente— con el movimiento romántico y está considerado como uno de sus progenitores. Sin embargo, el Rousseau responsable de las ideas de Robespierre y de las de los jacobinos franceses no es, me parece a mí, el que mantie­ne una conexión obvia con el romanticismo. Aquel Rousseau es el que escribió El contrato social, un tratado típicamente clá­sico que se refiere al retorno del hombre a aquellos princi­pios primarios y originales que todos los hombres compar­ten; al reino de la razón universal que une a los hombres frente al de las emociones, que los distancian; al reino de la justicia y paz universal por oposición a los conflictos, la turbu­lencia y los desórdenes que enajenan los corazones humanos de la mente y que dividen a los hombres.

Es difícil ver, entonces, qué relación existe entre esta im­portante agitación romántica y aquella revolución política. Se desarrolla también durante esta época la Revolución Indus­trial, que no ha de tomarse como algo irrelevante. Después de todo, las ideas no engendran ideas. Algunos factores sociales y económicos son, por cierto, responsables de grandes trastor­nos en la conciencia humana. Nos encontramos, entonces, con un problema. Se da la Revolución Industrial, se da la gran revolución política francesa auspiciada por principios clásicos y también se da la romántica. Tomemos incluso como ejem­plo la gran manifestación artística de la Revolución Francesa. Si observamos las famosas pinturas revolucionarias de David resulta difícil conectarlo específicamente con la revolución romántica. Sus cuadros presentan una elocuencia jacobina y austera que evoca un retorno a Esparta y a Roma; comunican una protesta contra la frivolidad y la superficialidad de vida que se relaciona con la prédica de hombres tales como Maquiavelo, Savonarola o Mably, gente que denunció la frivoli­dad de su época en nombre de ideas eternas de carácter uni­versal. El movimiento romántico, por su parte —nos lo dicen todos sus historiadores—, constituyó una protesta pasional contra cualquier tipo de universalidad. En consecuencia, se presenta una dificultad para entender lo que pasó.

Para darle algún sentido a esto que veo como una gran ruptura, para explicar por qué pienso que en aquellos años, entre 1760 y 1830, ocurrió algo tan transformador, ese gran quiebro en la conciencia europea, para justificar al menos con algo de evidencia por qué merece decirse esto, ofreceré un ejemplo. Supongamos que viajáramos por Europa occiden­tal en 1820 y que habláramos en Francia con los jóvenes de avant-garde amigos de Víctor Hugo, con los Hugolâtres; que fuéramos a Alemania y que conversáramos allí con gente rela­cionada alguna vez con madame de Staél, que comunicó el es­píritu alemán a los franceses. O que hubiéramos conocido a los hermanos Schlegel, grandes teóricos del romanticismo; o a uno o dos amigos de Goethe en Weimar, al poeta y fabulista - Tieck, por ejemplo. O que hubiéramos hablado con otras per­sonas vinculadas con el movimiento romántico: sus seguidores universitarios, los estudiantes, los jóvenes, los pintores y escul­tores que se vieron profundamente influenciados por estos poetas, dramaturgos y críticos. Supongamos, por ejemplo, que hubiéramos conversado en Inglaterra con alguien influencia­do por Coleridge, o sobre todo, por Byron en Inglaterra o en Francia, o en Italia, o más allá del Rin, o del Elba. Suponga­mos que hubiéramos estado con todas estas personas. Habría­mos descubierto que su ideal de vida era más o menos el si­guiente. Los valores a los que les asignaban mayor importancia eran la integridad, la sinceridad, la propensión a sacrificar la vida propia por alguna iluminación interior, el empeño en un ideal por el que sería válido sacrificarlo todo, vivir y también morir. No estaban fundamentalmente interesados en el cono­cimiento, ni en el avance de la ciencia, ni en el poder políti­co, ni en la felicidad; no querían en absoluto ajustarse a la vida, encontrar algún lugar en la sociedad, vivir en paz con su gobierno, o es más, sentir fidelidad por su rey o su república. Habríamos descubierto que el sentido común, la modera­ción, no entraba en sus pensamientos; que creían en la nece­sidad de luchar por sus creencias aun con el último suspiro de sus cuerpos, en el valor del martirio como tal, sin importar | cuál fuera el fin de dicho martirio. Consideraban a las mino­rías más sagradas que las mayorías, que el fracaso era más no­ble que el éxito pues este último tenía algo de imitativo y vul­gar. La noción misma de idealismo, no en su sentido filosófico sino en el sentido ordinario del término, es decir, el estado mental de un hombre que está preparado para realizar gran­des sacrificios por un principio o por alguna convicción, que se niega a traicionarse, que está dispuesto a ir al cadalso por lo que cree, debido a que lo cree; esta actitud era relativamente nueva. La gente admiraba la franqueza, la sinceridad, la pure­za del alma, la habilidad y disponibilidad por dedicarse a un ideal, sin importar cuál fuera éste.

Sin importar cuál fuera éste: eso es lo importante. Supon­gamos que conversáramos en el siglo XVI con algún partici­pante en las grandes guerras religiosas que desgarraron Euro­pa durante aquel periodo. Supongamos que le dijéramos a un católico de la época empeñado en dichas hostilidades lo siguiente: "Es cierto que los protestantes creen en algo falso y que creer en lo falso es cortejar la perdición; no hay duda tam­poco de que son peligrosos para la salvación de las almas y que no existe cosa más importante que dicha salvación. Pero son tan sinceros, están tan dispuestos a morir por su causa, su in­tegridad es tan notable, que uno debería concederles cierto galardón de admiración por la dignidad moral y el carácter sublime con que se disponen a morir". Este sentimiento ha­bría sido incomprensible. Cualquiera que supiera realmente, o que estuviera convencido de saber la verdad, digamos por ejemplo, un católico que creyera en las verdades predicadas por la Iglesia, habría entendido que aquellas personas capa­ces de brindarse por completo a la teoría y práctica de la false­dad eran, simplemente, personas peligrosas y que cuanto más dedicadas estaban a ello, más dementes eran. Ningún caba­llero cristiano habría supuesto, cuando luchaba contra los musulmanes, que debía admirar la pureza y sinceridad con las que un infiel creía en sus doctrinas absurdas. Sin duda, si uno era una persona decente y mataba a un enemigo valien­te no estaba obligado a escupir sobre su cuerpo. Su actitud consistía en pensar que era una lástima que tanto coraje (calidad universalmente admirada), tanta habilidad, tanta devoción, hubiera sido depositada en una causa tan palpa­blemente absurda y peligrosa. Pero uno no habría dicho lo siguiente: "Poco importa lo que piensa esta gente, lo impor­tante es el estado mental con el que creen en esto, que no se hayan traicionado, que hayan sido hombres íntegros. Ésta es gente a la que puedo respetar. Si se hubieran pasado a nuestro bando simplemente por salvarse, esto habría sido una forma de acción demasiado egoísta, demasiado prudente, demasia­do despreciable". Según este estado mental, la gente diría lo siguiente: "Si creo en algo y tú crees en otra cosa, es importan­te que luchemos por ello. Tal vez sea bueno que tú me mates a mí o que yo te mate a ti; quizá, en un duelo, sea mejor que nos matemos mutuamente. Pero la peor de las posibilidades es el compromiso, ya que ello significa que hemos traicionado aquel ideal que nos mueve".

El martirio fue siempre admirado, pero tenía que estar al servicio de la verdad. Los cristianos admiraron a los mártires por ser testigos de la verdad. Si hubieran sido testigos de lo fal­so no habría habido nada en ellos de admirable, tal vez algo por lo que sentir pena. Para 1820 surge una perspectiva en la que el estado mental, el motivo, es más importante que la con­secuencia; en la que la intención supera en importancia al efecto. La pureza de corazón, la integridad, la devoción, la de­dicación, todo lo que nosotros apreciamos sin dificultad y que , forma parte de la textura misma de nuestras actitudes morales cotidianas, se fue convirtiendo poco a poco en un lugar común, primero entre las minorías; y luego, gradualmente, se expandió hacia afuera.

Permítaseme ofrecer un ejemplo que expresa lo que entien­do por este cambio. Tomemos la obra de teatro de Voltaire so­bre Mahoma. Voltaire no estaba particularmente interesado en él; esta pieza pretendía ser un ataque a la Iglesia. No obs­tante, Mahoma aparece como un monstruo fanático, supersti­cioso y cruel que impide todo intento de libertad, de justicia y de razón, y que en consecuencia debe ser denunciado como enemigo de todo lo que Voltaire consideraba más importan­te: la tolerancia, la justicia, la verdad y la civilización. Veamos ahora lo que Carlyle dirá mucho más tarde. Carlyle —a quien se considera, exageradamente, como un representante alta­mente característico del movimiento romántico— describe a Mahoma en un libro titulado On Héroes, Hero-Worship, and the Heroic in History en el que enumera y analiza a una gran canti­dad de héroes. Mahoma es descrito como "una ardiente masa de vida surgida de las mismas entrañas de la naturaleza". Es un hombre de resplandeciente sinceridad y poder que, por tan­to, ha de ser admirado. Se le compara con el siglo XVIII, y no es agradable: un siglo apagado e inútil, un siglo que —según Carlyle— está equivocado y es de segundo orden. Carlyle no está interesado en las verdades del Corán, no asume que con­tenga algo en lo que él ha de creer. Admira a Mahoma por constituir una fuerza elemental, por vivir una vida intensa, por contar con muchos seguidores; valora que algo funda­mental haya ocurrido en la vida de los hombres, un fenómeno tremendo, un gran evento conmovedor que, para Carlyle, Mahoma apremia.

La importancia de Mahoma radica en su carácter y no en sus creencias. La cuestión acerca de la verdad o falsedad de sus convicciones le habría parecido una cuestión irrelevante a Carlyle. En el curso de estos mismos ensayos, Carlyle dice lo si­guiente: "El catolicismo sublime de Dante [...] ha de ser roto en pedazos por un Lutero; el feudalismo noble de Shakespea­re [...] debe finalizar con la Revolución Francesa". ¿Pero por qué ha de hacerse esto? Porque no es importante que el catoli-cismo sublime de Dante haya o no haya sido verdadero; sino que fue un gran movimiento, que tuvo su tiempo, y que ahora algo igualmente poderoso, igualmente convincente, sincero, profundo y conmovedor, debe tomar su lugar. La importancia de la Revolución Francesa radica en que le atestó un gran gol­pe a las conciencias de los hombres; que los que la llevaron a cabo fueron sinceros, y no hipócritas sonrientes, como Carlyle pensaba que había sido Voltaire. Ésta es una actitud que no diré que es totalmente nueva, pues es peligroso afirmar esto, pero que, de todos modos, es suficientemente novedosa como para ser digna de atención. Sea lo que fuere lo que la haya causado, ocurrió, me parece a mí, entre los años 1760 y 1830. Comenzó en Alemania y creció deprisa.

Consideremos otro ejemplo de lo que quiero decir: la ac­titud hacia la tragedia. Generaciones previas han asumido que la tragedia se debía siempre a algún tipo de error: que alguien tomaba una cosa por otra, que alguien se equivocaba. Se trata­ba, o bien de un error moral, o de uno intelectual. Éste podría haber sido evitado, o era quizá inevitable. Para los griegos, la tragedia era un error que los dioses le enviaban a los hombres y que ningún hombre sujeto a ellos podría haber evitado; aun­que en principio, si estos hombres hubieran sido omniscien­tes, no habrían cometido errores tan graves y no se habrían entonces prodigado tales infortunios. Si Edipo hubiera sabi­do que Layo era su padre, no lo habría asesinado. Esto es cier­to, en gran medida, hasta en las tragedias de Shakespeare. Si Otelo hubiera sabido que Desdémona era inocente, ninguno de los desenlaces particulares de esa tragedia podrían haber ocurrido. En consecuencia, la tragedia se funda en lo inevita­ble o, tal vez, en alguna carencia humana que podría ser evi­tada —el conocimiento, la destreza, la firmeza moral, la ha­bilidad para vivir, la ejecución de lo correcto en el momento propicio, o lo que fuere—. Seres humanos más perfectos —moralmente más firmes, intelectualmente más adecuados y, sobre todo, personas omniscientes, y tal vez también, con suficiente poder— podrían siempre evitar aquello que, de hecho, constituye la esencia de la tragedia.

Esto no es así para el siglo XIX temprano ni aun para el XVIII tardío. Si leemos la tragedia de Schiller Los bandidos —a la que me referiré más adelante— veremos que Karl Moor, el héroe-villano, es un hombre que se venga de una sociedad detestable al convertirse en un ladrón y cometer varios asesi­natos atroces. Finalmente, se le castiga, pero si nos pregunta­mos: "¿A quién ha de culparse? ¿Acaso es responsable de su origen? ¿Están sus valores totalmente corrompidos, o está en­fermo? ¿Cuál de los dos lados tiene la razón?", la tragedia no nos da una respuesta, aún más, la pregunta misma le habría parecido a Schiller superficial y ciega.

Se da aquí un choque, tal vez inevitable, de clases de valo­res incompatibles. Nuestros antepasados han asumido que era posible reconciliar las cosas buenas. Pero ya no creemos en esto. Si leemos la tragedia de Büchner La muerte de Danton, en la que finalmente Robespierre causa las muertes de Danton y de Desmoulins durante la Revolución, y si nos pre­guntamos: "¿Estaba equivocado Robespierre al hacer esto?", la respuesta es negativa. La tragedia es tal que Danton, aun­que era un revolucionario sincero que cometió algunos erro­res, no merecía morir y, sin embargo, Robespierre estaba en lo cierto al llevarlo a la muerte. Se da aquí un choque que más tarde Hegel denominará "el bien para el bien". Este choque no se debe a un error, sino a un tipo de conflicto de carácter inevitable, a elementos sin conexión que mero­dean por la tierra, a valores que no se pueden reconciliar. Lo importante es que la gente se empeñe en esos valores con todo su ser. Si así lo hacen, son héroes adecuados para la tra­gedia. Ysi no lo hacen, son filisteos, miembros de la burgue­sía, gente con nada de bueno y sobre la que no vale la pena escribir.

La figura que domina como imagen durante el siglo XIX es la de un Beethoven despeinado en su buhardilla. Beethoven es un hombre que ejecuta lo que hay dentro de sí. Es pobre, ig­norante, grosero. Sus modales son malos, sabe poco, y tal vez no sea un personaje muy interesante si ponemos a un lado la inspiración que lo lleva hacia adelante. Pero él no se traicionó. Se sienta en su buhardilla y crea. Y lo hace de acuerdo con la luz interna que lo inspira, y esto es todo lo que un hombre debe hacer; es lo que lo convierte en un héroe. Aunque no sea un genio como Beethoven, aunque esté loco como el héroe de Balzac en Le Chef d'oeuvre inconnu (La obra de arte desconoci­da), y cubre sus lienzos con pinturas, de modo tal que al final no hay nada que resulte inteligible, sólo una excesiva capa de pintura incomprensible e irracional; aun así, esta figura mere­ce algo más que mera lástima. Pues es un hombre que se ha de­dicado a un ideal, que ha dejado el mundo a un lado y que re­presenta las cualidades más heroicas, más espléndidas, de mayor sacrificio de sí mismo que un ser humano pueda poseer. Gautier, en su famoso prólogo a Mademoiselle de Maupin de 1835, defendiendo la noción del arte por el arte mismo, les dice a los críticos en general, y también al público, lo siguien­te: "¡No, imbéciles! ¡No! Sois tan tontos y cretinos, un libro no os proveerá de un plato de sopa; una novela no es un par de botas; un soneto no es una jeringa; una pieza dramática no es un ferrocarril [...] no, doscientas mil veces, no". La idea de Gautier es que aquella antigua defensa del arte (aparte de la escue­la de la utilidad social que él ataca particularmente —Saint-Simon, los utilitaristas, los socialistas—), aquella idea de que el propósito del arte consiste en darle placer a un gran número de personas, o incluso, a un número pequeño de cognoscenti cuidadosamente entrenados, no es para él una noción válida. El fin del arte es producir belleza y si sólo el artista percibe la  belleza de su objeto esto es suficiente como destino de vida.

Claramente, algo ocurrió para que la conciencia se haya alejado, hasta tal punto, de la noción de que hay verdades uni­versales, cánones universales de arte, de que toda acción hu­mana ha de dirigirse a la ejecución de lo recto, de que los cri­terios de esta ejecución son públicos, demostrables y de que todo hombre inteligente los descubriría al aplicar su razón; para que se haya alejado de todo esto y haya tomado una acti­tud tan diferente con respecto a la vida y a la acción. Evidente­mente, algo ocurrió. Cuando nos preguntamos qué pasó, se nos dice que hubo un gran retorno al emocionalismo, que surgió un repentino interés por lo primitivo y por lo remoto —por lo remoto en el tiempo y en el espacio—, que se mani­festó un anhelo por lo infinito. Se hace referencia a la "emo­ción recobrada en la tranquilidad"; se dice algo —aunque no queda clara su relación con las cosas mencionadas anterior­mente— de las novelas de Scott, de las canciones de Schubert, de Delacroix, del nacimiento del culto al Estado, de la , propaganda alemana a favor de la autosuficiencia económica y también de las cualidades sobrehumanas, de la admira­ción por el genio espontáneo, de los marginados, de los hé­roes, del esteticismo, de la autodestrucción.

¿Qué tienen todas estas cosas en común? Si tratamos de descubrirlo, se pone a la vista un cuadro bastante sorprenden­te. Permítaseme ofrecer algunas definiciones del romanticismo que he seleccionado de los escritos de algunos de los autores más eminentes que han tratado el tema. Ponen en evidencia que el asunto no es nada fácil.

Stendhal dice que lo romántico es lo moderno y lo intere­sante, y que el clasicismo es lo antiguo y lo carente de ener­gía. Quizá esto no es tan simple como suena: lo que quiere decir Stendhal es que el romanticismo consiste en compren­der las fuerzas vitales que nos empujan por oposición al in­tento de escapar hacia algo obsoleto. Sin embargo, lo que dice en realidad en el libro sobre Racine y Shakespeare es lo que acabo de enunciar. Su contemporáneo Goethe piensa, en cambio, que el romanticismo es una enfermedad, que es lo dé­bil, lo enfermizo, un grito de combate de una escuela de poe­tas frenéticos y de reaccionarios católicos; el clasicismo es, en cambio, fuerte, fresco, alegre, consistente, como lo es Horne­ro y la canción de los Nibelungos. Nietzsche piensa que no es una enfermedad sino una terapia, una cura para la enferme­dad. Sismondi, un crítico suizo de notable imaginación aun­que no del todo simpatizante del romanticismo a pesar de haber sido amigo de madame de Staél, dice que el romanti­cismo es la unión del amor, la religión y la caballería. Pero Friedrich von Gentz, que fue agente principal de Metternich durante aquella época y contemporáneo de Sismondi, sostiene que es una de las cabezas de la Hidra y que las otras dos son la reforma y la revolución. Según él, se trata de una amenaza de la izquierda a la religión, a la tradición y al pasado y, en consecuencia, algo que debe suprimirse. Los jóvenes ro­mánticos franceses, "la joven Francia", sugieren algo de esto al decir: "Le romantisme c'est la révolution". ¿Pero la révolution contra qué? Aparentemente, una revolución contra todo.

Heine dice que el romanticismo es la flor granate nacida de la sangre de Cristo, un volver a despertar de la poesía so­námbula de la Edad Media, germinaciones soñolientas que nos observan con los ojos profundamente doloridos de espec­tros gimientes. Los marxistas dirán que fue, efectivamente, una huida de los horrores de la Revolución Industrial, y Ruskin estaría de acuerdo al decir que es el contraste entre un presen­te monótono y aterrorízador y un bello pasado; esto último es una modificación de la visión de Heine, no del todo alejada de ella. Taine, en cambio, sostiene que el romanticismo es una revuelta burguesa contra la aristocracia posterior a 1789; que es la expresión de la energía y fuerza de los nuevos arrivistes; es decir, el opuesto exacto a lo dicho anteriormente. Es la expre­sión de las vigorosas fuerzas de empuje de la nueva burguesía contra los viejos valores, decentes y conservadores, de la socie­dad y de la historia. El romanticismo no es una expresión de debilidad ni de desesperación sino la expresión de un opti­mismo brutal.

Friedrich Schlegel —el mayor precursor, heraldo y profe­ta del romanticismo que haya existido— dice que surge en el hombre un deseo terrible e insatisfecho por dirigirse a lo in­finito, un anhelo febril por romper los lazos estrechos de la individualidad. Sentimientos no del todo diferentes pueden encontrarse en Coleridge, y aun también en Shelley. Pero Ferdinand Brunetiére, hacia fines del siglo, dirá que el romanti­cismo es egoísmo literario, que es el énfasis de la individuali­dad a expensas de un mundo más amplio, que es lo opuesto a la autotrascendencia, que es la pura autoafirmación. Y el barón Seilliére asentirá y dirá que es egomanía y primitivismo; e Irving Babbit lo repetirá.

El hermano de Friedrich Schlegel, August Wilhelm Schlegel, y madame de Staél estuvieron de acuerdo al sostener que el romanticismo provenía de las naciones romances, o al me­nos, de las lenguas romances; que se originaba, en realidad, en una modificación de la poesía de los trovadores provenzales. Renán, en cambio, piensa que es celta. Gastón París dice que es bretón y Seilliére que proviene de la fusión de Platón y de pseudo Dionisio, el areopagita. Joseph Nadler, erudito crí­tico alemán, sostiene que el romanticismo es la nostalgia de aquellos alemanes que vivieron entre el Elba y Niemen, por la antigua Alemania central de la que alguna vez llegaron, sueños diurnos de exiliados y de colonos. Para Eichendorff es la  nostalgia protestante por la Iglesia católica. Para Chateau­briand, que no vivió entre el Elba y Niemen, y por ende no experimentó aquellas emociones, es el secreto e inexpresable gozo del alma jugando consigo misma: "Hablo indefinidamen­te de mí mismo". Para Joseph Aynard es la voluntad de amar algo, una actitud o emoción hacia otros, y no hacia uno mismo, es lo diametralmente opuesto a la voluntad de poder. Middleton Murry sostiene que Shakespeare era esencialmente un es­critor romántico, y agrega que todos los grandes escritores a partir de Rousseau han sido románticos. Pero para el eminente crítico marxista Georg Lukács ningún gran escritor ha sido romántico, ni tan siquiera Scott, Víctor Hugo o Stendhal.

Si consideramos todas estas referencias que provienen, después de todo, de hombres que merecen ser leídos, de au­tores que han escrito de modo brillante y profundo sobre mu­chos otros temas, se hace patente que existe cierta dificultad en hallar el elemento común a esas generalizaciones. Debido a esto, Northrop Frye nos previno sabiamente contra tal bús­queda. Todas estas definiciones en competencia no han sido nunca en realidad —al menos en tanto recuerdo— tema de protesta de alguien. Nunca produjeron el grado de indigna­ción crítica que suscitarían definiciones o generalizaciones universalmente entendidas como absurdas e irrelevantes.

El próximo paso consiste en ver qué características han sido denominadas románticas por los escritores sobre el tema, es decir, por los críticos. De esto emerge un resultado bastan­te peculiar. Existe tal diferencia entre los ejemplos que he acu­mulado que la dificultad por la que fui incapaz de escoger un tema se vuelve ahora todavía más extrema.

El romanticismo es lo primitivo, lo carente de instrucción, lo joven. Es el sentido de vida exuberante del hombre en su es­tado natural, pero también es palidez, fiebre, enfermedad, de­cadencia, la maladie du siécle, La Belle Dame Sans Merci, la danza de la muerte y la muerte misma. Es la cúpula de vidrio multicolor de un Shelley, aunque también su blancura radian­te de eternidad. Es la confusa riqueza y exuberancia de la vida, Fülle des Lebens, la multiplicidad inagotable, la turbulencia, la violencia, el conflicto, el caos, pero también es la paz, la uni­dad con el gran "yo" de la existencia, la armonía con el orden natural, la música de las esferas, la disolución en el eterno espíritu absoluto. Es lo extraño, lo exótico, lo grotesco, lo mis­terioso y sobrenatural, es ruinas, claro de luna, castillos en­cantados, cuernos de caza, duendes, gigantes, grifos, la caída de agua, el viejo molino de Floss, la oscuridad y sus poderes,  los fantasmas, los vampiros, el terror anónimo, lo irracional, lo inexpresable. También es lo familiar, el sentido de perte­nencia a una única tradición, el gozo por el aspecto alegre de la naturaleza cotidiana, por los paisajes y sonidos costumbris­tas de un pueblo rural, simple y satisfecho, por la sana y feliz sabiduría de aquellos hijos de la tierra de mejillas rosadas. Es lo antiguo, lo histórico, las catedrales góticas, los velos de la antigüedad, las raíces profundas y el antiguo orden con sus calidades no analizables, con sus lealtades profundas aunque inexpresables; es lo impalpable, lo imponderable. Es tam­bién la búsqueda de lo novedoso, del cambio revolucionario, el interés en el presente fugaz, el deseo de vivir el momento, el rechazo del conocimiento pasado y futuro, el idilio pastoral de una inocencia feliz, el gozo en el instante pasajero, en la ausencia de limitación temporal. Es nostalgia, ensueño, 1 sueños embriagadores, melancolía dulce o amarga; es la so­ledad, los sufrimientos del exilio, la sensación de alienación, i un andar errante en lugares remotos, especialmente en el Oriente, y en tiempos remotos, especialmente en el medioe­vo. Pero consiste también en la feliz cooperación en algún es­fuerzo común y creativo, es la sensación de formar parte de una Iglesia, de una clase, de un partido, de una tradición, de una je­rarquía simétrica y abarcadora, de caballeros y dependien­tes, de rangos eclesiásticos, de lazos sociales orgánicos, de una unidad mística, de una única fe, de una región, de una misma sangre, de "la terre et les morts" —como ha dicho Barrés—, de la gran sociedad de los muertos, los vivos y los aún no naci­dos. Es el torismo de Scott, de Southey y de Wordsworth, y también es el radicalismo de Shelley, de Büchner y de Sten­dhal. Es el medievalismo estético de Chateaubriand, y también la abominación por el medioevo de Michelet. Es el culto a la autoridad de Carlyle y el odio a la autoridad de Víctor Hugo. Es el extremo misticismo de la naturaleza, y también el extre­mo esteticismo antinaturalista. Es energía, fuerza, voluntad, vida, étalage du moi; y también es tortura de sí, autoaniquilación, suicidio. Es lo primitivo, lo no sofisticado, el seno de la naturaleza, las verdes praderas, los cencerros, los arroyos mur­murantes y el infinito cielo azul. Ya la vez no deja de ser el dandismo, el deseo de vestirse de etiqueta, los chalecos color carmín, las pelucas verdes, el cabello azul, que los seguidores de gente como Gérard de Nerval llevaron durante cierta épo­ca en París. Es la langosta que paseó Nerval atada a una fina cuerda por las calles parisinas. Es el exhibicionismo descabe­llado, la excentricidad, la lucha de Hernani, el ennui, el tae-dium vitae, es la muerte de Sardanápalo, ya sea pintada por Delacroix o recreada por Berlioz o Byron. Es el estertor de los grandes imperios, las guerras, la destrucción y el derrumbe de diferentes mundos. Es el héroe romántico —el rebelde, l'homme fatal, el alma maldita, los Corsario, los Manfredo, los Giaour, los Lara, los Caín, toda la población de los poemas he­roicos de Byron—. Es Melmoth, es Jean Sbogar, todos los des­castados y los Ismael, así como también los cortesanos de buen corazón y los convictos de alma noble de la ficción decimonó­nica. Es el beber en un cráneo humano; es Berlioz cuando proclamó su deseo de escalar el Vesubio para comunicarse con un alma semejante. Es los rebeldes satánicos, la ironía cí­nica, la risa diabólica, los héroes oscuros; y también la visión de Dios y de sus ángeles que tiene Blake, la gran sociedad cris­tiana, el orden eterno y "los cielos estrellados incapaces de expresar plenamente el carácter infinito y eterno del alma cristiana". Es —en breve— unidad y multiplicidad. Consiste en la fidelidad a lo particular que se da en las pinturas sobre la naturaleza, por ejemplo, y también en la vaguedad misteriosa e inconclusa del esbozo. Es la belleza y la fealdad. El arte por el arte mismo, y el arte como instrumento de salvación social. Es fuerza y debilidad, individualismo y colectivismo, pureza y corrupción, revolución y reacción, paz y guerra, amor por la vida y amor por la muerte.

No es del todo sorprendente entonces, que A. O. Lovejoy —uno de los especialistas más escrupulosos y versados en la historia de las ideas de los dos últimos siglos— haya bordea­do la desesperación al enfrentarse con este panorama. Love­joy desenmarañó tantas líneas de pensamiento romántico como le fue posible. Y no sólo se encontró con que algunas contradecían a las otras —lo que es evidente— y que algunas eran irrelevantes a otras, sino que intentó ir más allá. Tomó dos especímenes que nadie negaría que pertenecen al romanticismo: el primitivismo y la excentricidad o dandismo, y se preguntó qué tenían en común. El primitivismo, que apa­rece a comienzos del siglo XVIII en la poesía inglesa y tam­bién, en cierta medida, en la prosa inglesa, celebra al hom­bre en estado de naturaleza, la vida simple y los patrones irregulares de acción espontánea por oposición a la sofisticación corrompida y al verso alejandrino que resultan de una sociedad altamente desarrollada. Intenta demostrar que exis­te una ley natural y que ésta puede identificarse de modo más patente en el corazón de un nativo no corrompido por la instrucción, o en el de un niño no instruido. ¿Pero qué tie­ne todo esto en común, se pregunta inteligentemente Love­joy, con los chalecos color carmín, los cabellos azules, las pe­lucas verdes, el ajenjo, la muerte, el suicidio, es decir, con la excentricidad general de aquellos seguidores de Nerval y deGautier? Lovejoy concluye diciendo que no ve, en realidad, lo que hay de común, y uno simpatizaría con él. Podría de­cirse, tal vez, que hay en ambos un aire de rebelión, que am­bos se rebelaron contra algún tipo de civilización. Uno para dirigirse a una isla a lo Robinson Crusoe y comulgar allí con la naturaleza viviendo entre gente no corrupta y simple; el otro, para encontrar algún tipo de esteticismo violento o dan­dismo. Sin embargo, la mera revuelta, la mera denuncia de corrupción no puede ser romántica. De hecho, no conside­ramos a los profetas judíos ni a Savoranola ni incluso a los pastores metodistas como particularmente románticos. Esto sería ir demasiado lejos. De ahí que sintamos cierta simpatía por la pérdida de esperanza de Lovejoy.

Permítaseme citar un párrafo escrito por George Boas, un discípulo de Lovejoy, a propósito de todo esto:

[...] luego de la discriminación de los distintos romanticismos llevada a cabo por Lovejoy, no debería haber mayor discusión acerca de lo que fue, en realidad, el romanticismo. No fue otra cosa que una variedad de doctrinas estéticas, algunas de las cua­les estaban conectadas lógicamente con otras y otras que no lo estaban, y todas fueron llamadas por el mismo nombre. Este he­cho, sin embargo, no implica que hayan tenido una esencia co­mún, del mismo modo que no implica que cientos de personas llamadas John Smith tengan un mismo parentesco. Éste es tal vez el error más común y engañoso que proviene de una confu­sión entre ideas y palabras. Se podría hablar durante horas de éste y tal vez uno debiera hacerlo.

Desearía aliviar vuestros miedos inmediatamente al decir­les que yo no intento hacer esto. Es más, creo que tanto Love­joy como Boas —a pesar de ser especialistas eminentes y de que sus contribuciones han sido esclarecedoras en lo que res­pecta al pensamiento— están, en este caso, equivocados. El j movimiento romántico existió, tuvo algo que fue central a él, creó una gran revolución en el conocimiento, y es importante descubrir de qué trató esta revolución.

Ciertamente, uno puede abandonar totalmente el juego. Uno puede decir, junto a Valéry, que denominaciones como el romanticismo y el clasicismo, denominaciones como el humanismo y el naturalismo, no son nombres de los que uno pueda valerse. "No es posible embriagarse, como tampoco es posible calmar la sed, con etiquetas de una botella". Resta mucho por decir a favor de este punto de vista. Ya la vez es cierto que es imposible rastrear el curso de la historia humana prescindien­do de algunas generalizaciones. En suma, y por difícil que sea, es importante investigar qué causó esa enorme revolución en el conocimiento humano ocurrida durante aquellos siglos. Habrá gente que enfrentada a esta plétora de evidencia que he reunido sienta cierta simpatía por el ya ausente sir Arthur Quiller-Couch, que comentó, con típica flema británica, que "toda esta agitación acerca de [la diferencia entre el clasicis­mo y el romanticismo] no merece la más mínima atención de un hombre en su sano juicio".

No puedo afirmar que comparto este punto de vista, pues me resulta demasiado derrotista. Trataré de explicar lo mejor posible, en qué consistió fundamentalmente —a mi modo de ver— el movimiento romántico. El único modo razonable y seguro de aproximarnos a esto, o al menos, el único camino que creo que puede ayudarnos, es el de seguir un lento y pa­ciente método histórico: analizar los comienzos del sigloXVIII considerando la situación que se daba entonces; identificar uno a uno los factores que la socavaron y ver qué combinación particular o confluencia de factores causó, hacia fines de ese siglo, lo que me parece a mí fue la gran transformación de la conciencia de Occidente; la que, por cierto, aún se deja sentir en nuestro tiempo.



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