PEQUEÑA HISTORIA DE LAS GRANDES DOCTRINAS LITERARIAS EN FRANCIA

VAN TIEGHEM PHILIPPE. Universidad Central de Venezuela. 1963.

 

LOS GRANDES PRINCIPIOS DE LA DOCTRINA CLASICA

El principio más antiguamente establecido, aquel que hace sentir a los clásicos que los teóricos de la Pléyade son sus; auténticos pre­decesores, es el de la imitación de los antiguos. El motivo de esta imitación fue, para la Pléyade, la admiración por la perfección artís­tica; ella es la consecuencia muy natural de un sentimiento entera­mente espontáneo. Pero nuestros doctrinarios clásicos quisieron fun­darla en razón; la justificaron diciendo que, si bien la finalidad del arte es la de imitar la naturaleza, la naturaleza es, en realidad, inimitable directamente, porque ninguno de los modelos que puede ofrecer presenta los rasgos perfectos y equilibrados que constituyen lo bello; los autores antiguos ya habían realizado el trabajo de selección y de composición; es, por lo tanto, la naturaleza a la que se encuentra e imita al imitarlos. Otros justifican la imitación de los antiguos, apoyándose en el hecho de que su valor está confirmado por la admiración unánime que sienten por ellos todas las genera­ciones y todos los países. Vemos aquí el aporte de los hombres de la primera mitad del siglo XVII a fin de coordinar lógicamente dos al menos de los principios del arte, la imitación de los antiguos y la de la naturaleza. Se presiente también el peligro que correrá el sistema en su conjunto, cuando los partidarios de los modernos critiquen a los antiguos; revelar la mediocridad de los antiguos es batir en brecha una pieza esencial de la construcción.

Con todo, este principio de imitación no es ciego; no hay ninguno de los teóricos de la imitación que no reconozca la necesidad de una selección; d'Aubignac escribe: "No quiero proponer a los antiguos como modelos sino en las cosas que han hecho razonable­mente". El principio de la razón y el de la imitación quedan, pues, también lógicamente relacionados. El decoro, cuyo respeto es una de las leyes de la obra literaria, impone una discriminación más en lo que se debe imitar, y nadie piensa siquiera en sacrificarlo; nuevo esfuerzo de síntesis y de coordinación. Esta discriminación tiene como resultado el de dar la preferencia a los latinos sobre los griegos, a Virgilio sobre Hornero, a Séneca sobre Sófocles y, entre los latinos, a Terencio sobre Plauto.

La imitación de los antiguos es el principio fundamental dé la doctrina clásica porque impuso a los escritores la preocupación por el arte, que es, en el fondo, la gran conquista del Renacimiento y luego de la edad clásica, el punto primordial por donde estas dos épocas se separan de la Edad Media y en el cual el siglo XVII continúa al XVI. Sin este principio, los poetas más dotados, aun conociendo la mejor manera de componer e inventar, no hubiesen dado a su obra esa perfección artística que hace su gloria esencial.

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La relación entre el genio, es decir, el don natural del artista, y el arte, es decir, un conjunto de reglas cuyo resultado debe ser lo bello, es una cuestión capital, que todos nuestros teóricos tratan de dilucidar. El genio es necesario; el mismo Chapelain, que, como poeta, no era muy dotado a ese respecto, reconoce que el genio es indispensable al poeta; el genio, es decir, la imaginación y la inspiración. Pero el genio no basta; es necesario agregarle el arte. El poeta dramático Hardy, expresando en 1626 la opinión de todos los teóricos del clasicismo, escribe: "Aquel que se imagine que la simple inclinación desprovista de ciencia pueda hacer un buen poeta, tiene el juicio errado".[1] Si se debe escoger entre el don natural y la técnica adquirida, algunos (Mairet, Saint-Amant, Racan, Segrais, el P. Rapín) estiman que un buen poeta, al menos en las obras cortas, puede prescindir de la ciencia antes que del don. Pero la mayoría está persuadida de que "sólo el arte puede llevar las pro­ducciones humanas a su perfección".[2] Se puede aplicar a todos los géneros poéticos la alegoría de un teórico[3] que pone en boca de Apolo, dios del arte de los versos, las siguientes palabras:

 

Hay algo de lo cual la gente no acaba de convencerse, y es que es imposible hacer buenos versos sin mí; y, por otra parte, se cree que estoy obligado a servir en el momento preciso a todos los que me invocan, como si bastara con darme un pitazo para transformarse en poeta...   Quiero que aquellos que se ocupan de poesía épica se preparen temprano, que sepan de memoria su poética de Aristóteles, de Horacio y de Escalígero... y que sólo me llamen para mostrarme un hermoso proyecto y pedirme fuerzas para ejecutarlo. Entonces los asistiré con todo mi poder...

 

Genio natural y técnica no bastan, pretenden la mayoría de los teóricos antes de 1660; el poema, sobre todo en los grandes géneros, debe estar nutrido de conocimientos; un poeta dotado y perfecta­mente instruido en las reglas de su arte no haría sino una obra vacía; hay que agregar los conocimientos: la historia, la política, las ciencias naturales. Es sólo más tarde cuando se exigirá al poeta que enseñe únicamente los conocimientos generales al alcance del "honnête homme"[4] y que se cuide de hacer gala de su erudición.

Si el principio de imitación de los antiguos tenía su origen en Ronsard, en cambio, la idea de la supremacía del arte sobre el genio proviene de Malherbe; así como fue incluido el primero en el sis­tema clásico, también lo fue la segunda. La edad anterior, y aun la Edad Medía, había abundado en poetas dotados y, sin embargo, el fracaso de esos poetas era evidente. Es que su técnica poética era insuficiente. Por eso, los teóricos del siglo xvh insisten casi unáni­memente en la necesidad de una larga educación técnica. La noción de arte es todavía demasiado reciente para que la sacrifiquen; no se puede reprochar a esos críticos el haber hablado de acuerdo con su tiempo.

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 Ahora bien, el arte es para el esteticista del siglo xvh,  ante todo, una doctrina sólida y ceñida cuya estructura está formada de reglas. Unanimidad, en primer lugar, sobre la existencia de reglas, y de reglas precisas. Es esta una idea nueva que Ronsard y Malherbe no habían aplicado sino en el campo muy restringido de la elocución. Es sobre todo durante la querella del Cid (1637-40) cuando se afirma la fe en la existencia de reglas rigurosas en la obra de arte. En 1640, la causa está ganada. De ahora en adelante, "el artista es prisionero de un código inmutable".[5] En 1641, escribe Scudéry:

 

Yo no sé qué dase de alabanza creían dar los antiguos a aquel pintor que, al no poder acabar su obra, la terminó casualmente echando su esponja contra su cuadro, pero sí sé muy bien que a mí no me hubiera gustado... Las operaciones del espíritu son demasiado impor­tantes como para dejar su conducta al azar, y casi preferiría que se me acusara de haber faltado con conocimiento antes que de haber hecho bien sin pensarlo.[6]

 

Veremos que nuestros grandes poetas clásicos tendrán de las reglas una concepción mucho más amplia, aunque no sea la libertad total del genio la que oponen a ellas, sino otra clase de regla, que será la de gustar. Pero, antes de 1660, ya Corneille protesta. Es una excepción. Francia entera, y en todos los campos, deseaba la disciplina y el orden. El campo literario no se salva de ese deseo y Chapelain desempeña en él el papel capital que desempeñaba Richelieu en política.

* * *

Las reglas dan la forma de la obra de arte; es la naturaleza la que debe constituir su materia. O, si se quiere, la primera de todas las reglas es que el arte debe imitar la naturaleza. Regla que puede parecer universal y evidente; tan es así que no hay —al menos entre nosotros— escuela literaria que la haya rechazado. Los mismos pre­ciosistas pretenden entonces ser naturales, es decir, pintar la natu­raleza. Una gran parte de la literatura del período 1600-1660 no nos parece en absoluto "natural". Es que es difícil entenderse sobre lo que es esa "naturaleza" que se debe imitar. Si bien los contem­poráneos encuentran que La Clelia (1660) es una maravilla de naturalidad porque pinta "las cosas... más comunes" y alaban en La Escuela de Mujeres (1662) "un retrato admirable de lo que sucede todos los días", las generaciones anteriores, en cambio, hacían entrar en la idea de natural incluso lo que es excepcional.

¿Será esa imitación de la naturaleza exacta y servil como una fotografía? No; debe desprender de los rasgos confusos de la naturaleza lo que hace la esencia del objeto y dar una imagen perfecta, en bien como en mal, de un carácter cuyo esbozo nos ofrece la realidad; el rasgo característico debe ser aislado y destacado para que subsista solo. La confusión de los movimientos naturales del alma debe ceder ante el orden necesario para hacerlos perceptibles al espíritu de los lectores o de los espectadores; y,  sin embargo, alguna expresión poderosa debe hacer sentir la turbación sin copiarla. El artista debe, por lo tanto, ordenar continuamente y "acicalar" o forzar la naturaleza para mejor representarla.

¿Y se debe representar toda la naturaleza? No. Hay que escoger lo que es hermoso en ella, aunque fuese en lo terrible, lo que trae consigo la adhesión del espíritu y del corazón, y dejar de lado lo que es en sí vil, bajo, grosero, horrible, monstruoso. Además, el verdadero objeto del arte es, en el inmenso campo de la naturaleza, el hombre, con sus costumbres, sus caracteres, sus pasiones, en una palabra, la psicología. El mundo exterior se deja de lado:

 

Una obra en la que no se hable sino de bosques, de ríos, de prados, de campos, de jardines, produce sobre nosotros una impresión muy lánguida, a menos que tenga atractivos enteramente nuevos; pero lo que atañe al hombre, sus inclinaciones, ternuras, afectos, encuentran en el fondo de nuestra alma el terreno propicio para hacerse sentir; la misma naturaleza los produce y los recibe; pasan fácilmente de los hombres que el autor quiere representar a los hombres que uno ve representar.[7]

 

<>Los teóricos que construyen la doctrina clásica rechazan casi todos  la concepción de un arte realista, sometido a la copia estricta de la naturaleza, y la de un naturalismo que tuviera como objeto la naturaleza en su totalidad. El arte debe aislar su objeto y destacar no tanto la esencia del mismo como sus rasgos principales, sobre todo, los más hermosos; según ellos, antes de pintar la naturaleza, hay que idealizarla. 

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De los grandes principios de la doctrina clásica, la razón es uno de los más recientes; de los que hemos visto, uno procede de Ronsard, el otro de Malherbe, el tercero de Aristóteles, el cuarto de Horacio. Pero el principio de la razón, relacionado artificialmente con Aristóteles, se convertirá en el adversario más determinado del aristotelismo, en el principio nuevo que rompe definitivamente con la Edad Media y la escolástica. Sólo por un artificio dialéctico se llega a identificar el principio de la razón con los demás; a decir verdad, y esto ya se debía comprender a fines del siglo XVII, él contiene en germen la ruina de los demás.

De hecho, la razón es, en el campo del arte, lo que se opone a la imaginación y al puro juego de la inspiración. Ya en 1610, Deimier le asigna el primer lugar en la creación poética,  mucho antes que Descartes en la filosofía. En nombre de la razón, los críticos juzgan la literatura; bajo su bandera, se alistan sin vacilar todos aquellos que combaten por la buena poesía. La razón es lo que distingue al hombre de la bestia, es su facultad eminente y debe reinar sobre todas las demás. Ahora bien, el culto de Aristóteles supone un principio totalmente distinto, el respeto por la tradición, el principio de autoridad, que además está subordinado, después de 1600, al principio de la razón, invocado constantemente corno el principio esencial. Este compromiso se resolverá después de 1680: Aristóteles quedará relegado a un segundo plano, y luego olvidado; el siglo de las luces será sólo el de la razón. En principio, el culto de Aristóteles no contradecía el de la razón. Aristóteles había sido considerado, desde su redescubrimiento en la Edad Media, como el "maestro" no solamente "de los que saben" (Dante), sino de los que ratonan. En este sentido, iba en contra de la teología. dog­mática, que no hace intervenir en absoluto la razón: correspondería a Santo Tomás el conciliarlos, y poco a poco Aristóteles se había transformado en un ídolo al que se adoraba sin reflexionar. Desde 1660, además, nuestros grandes clásicos, al tener que escoger entre Aristóteles y la razón, darán decididamente la preferencia a ésta sobre aquél. Observemos que no se trata nunca de una razón individual, que autoriza la libertad de una inspiración personal, sino de esa tazón universal, que no está sujeta a cambio, siempre semejante a sí misma, indiferente a los tiempos, lugares, costumbres, criterio de una belleza igualmente universal y eterna.

El papel verdadero atribuido a esa razón será en primer lugar, si no el de poner, un freno a la imaginación individual, al menos el de canalizarla; es el buen sentido; es el juicio; ya el lector se ima­gina las consecuencias que podrá tener, sobre la creación poética, esa función de la razón; habrá que esperar hasta 1820 para ver aliados, en la más perfecta armonía, el juicio y la imaginación. Además —y no es este el papel menos importante ni el menor peligro de la razón en el campo literario— es únicamente desde el punto de vista de la razón como se pretende juzgar la obra de arte; debe ser la única luz que ilumine la crítica; vale decir, que se rechaza el derecho de juzgar a aquellos cuya razón y juicio no están desarro­llados por la costumbre de la reflexión y la cultura intelectual. Por lo tanto, el poeta escribirá para una élite, para ese público, entonces muy limitado, de honnetes gens,[8] el único capaz de apreciar las fine­zas y los verdaderos méritos del artista.

El dogma de la razón domina la doctrina clásica y rige todos los demás. Marca, en el campo del arte, una evolución paralela a la que había sufrido la filosofía bajo la influencia de Descartes y en nombre del mismo principio. Aquí también, nuestros gran­des clásicos, más flexibles, por ser más artistas, que los teóricos que los han precedido, sabrán suavizar la doctrina un poco rígida que había pretendido imponer un Chapelain, seguido además por todos los teóricos; las gracias del estilo, la sensibilidad, una delicada fan­tasía, a veces los impulsos de una imaginación poderosa, corregirán lo que ese culto tenía de austero, de rígido, de inhumano.

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La doctrina clásica es, pues, en primer lugar, un conjunto de principios esenciales, cuya observancia debe permitir la creación de una obra de arte lo más perfecta posible. Pero, ¿en qué consiste esta perfección? La realización de la sola belleza no basta a los ojos de los teóricos; mejor dicho, no puede concebirse sin una finalidad moral. Es cierto que la obra debe gustar; algunos, aislada­mente, sostienen incluso que puede contentarse con gustar. Pero la inmensa mayoría de los críticos admite que debe "moralizar"; contra la opinión de Malherbe, se atribuye al poeta una función social; por lo tanto, es responsable del efecto moral de su obra y no puede conscientemente descuidarlo. Además, la razón no podría complacerse en lo que no sería útil al espíritu o al alma; además también, las obras de los antiguos nos revelan su imperiosa preocupación por instruir. Sólo Corneille sostiene —pero en 1660— que, para instruir, hay que saber gustar primero. Que se deba gustar para instruir o instruir para gustar, lo cierto es que nadie niega —con la sola ex­cepción del novelista La Calprenéde— que la obra de arte deba tener una finalidad utilitaria, es decir, moral.

Pero, ¿cómo instruir? ¿Por la pintura al natural de los vicios y las pasiones, ya que, según la famosa fórmula de Aristóteles, la tragedia, por ejemplo, "recurrirá al terror y a la compasión para purgar las pasiones de ese género"? Fórmula sumamente oscura, sobre la que ninguno de los teóricos del siglo ha podido aportar luces definitivas. ¿Por "sentencias", fórmulas morales diseminadas en la obra para que se desprendan las lecciones de la misma? Pero esta manera es muy visible y pedante. ¿Escogiendo un tema y unos personajes de cuyo desarrollo se desprendiese una lección implícita? Es decir, ¿tratando un tema moral y pintando personajes virtuosos? Esto nunca lo aceptará Corneille, pero lo aprobará la casi unanimidad de sus contemporáneos. ¿Será el desenlace de la trama —represen­tado o simplemente narrado— el que deba contener esa lección moral al recompensar a los buenos y castigar a los malos? Corneille —aquí también— es casi el único en protestar.  ¿Por la alegoría?

 

Es decir, ¿por la representación concreta, mediante personajes, de los vicios y virtudes? Casi todos pretenden, en todo caso, que la obra debe, detrás de su apariencia, ocultar un fondo moral que formará su esencia y su razón de ser.

* * *

Así, más o menos desde 1600 hasta los alrededores de 1660, numerosos teóricos tratan de desprender de Aristóteles, y sobre todo de sus comentaristas italianos, o de las indicaciones del gusto intelectual de su propia época, los fundamentos racionales de una doctrina definitiva. Hacen obra de filósofos, de esteticístas, pero razonan pensando menos en el pasado que en el porvenir. Presienten que está a punto de nacer en Francia una gran literatura, cuyas vías preparan concienzudamente. Si miran hacia el pasado, no es en un estéril esfuerzo de comprensión sino con la idea muy clara de que su trabajo será eficaz en el porvenir y permitirá alcanzar la belleza perfecta en el arte de escribir. Los fundamentos de su sistema ofrecen una coherencia admirable. No volveremos a encontrar un esfuerzo semejante sino después de 1880; y aun así, siendo casi todos los teóricos de fines del siglo XIX y de principios del XX al mismo tiempo poetas, novelistas, dramaturgos, sus meditaciones no serán ni tan serenas ni tan desinteresadas como las de los teóricos de l600 a I66O. Nunca, en ningún país, se verá esfuerzo más leal para descubrir el camino que lleva a la verdadera belleza. Cualesquiera que sean las libertades de detalle que hayan, tomado con esos prin­cipios nuestros grandes autores después de 1660, nunca se exagerará la influencia que ejercieron dichos principios sobre la perfección de sus obras.

Pero, a decir verdad, los principios que acabamos de examinar no hubieran sido suficientes para enseñar su deber a los autores. En cualquier oficio, hay que unir a la teoría la enseñanza práctica, que no pretende tener el mismo valor inmutable, que las circuns­tancias pueden y deben modificar, pero cuyo conocimiento es ne­cesario para el obrero que trabaja, de hecho, en un tiempo dado, para un público dado, con una materia dada. Nos quedan por examinar y presentar en sus particularidades esas reglas que, como hemos dicho, todos los teóricos consideran necesarias.

* * *

La primera de todas estas reglas, es la verosimilitud, Aristóteles, en el capítulo IX de su Poética, le dedica un párrafo del cual saldrán casi todas las ampliaciones hechas a ese respecto por los teóricos modernos. He aquí ese texto capital:

 

Es evidente que la obra del poeta no consiste en decir lo que ha sucedido, sino lo que hubiese podido suceder, lo que era posible de acuerdo con la necesidad o la verosimilitud. En efecto, el historiador y el poeta no se diferencian en que uno habla en versos y el otro en prosa... La verdadera diferencia radica en que uno dice 16 que ha sucedido, el otro lo que hubiese podido suceder... La poesía, en efecto, expresa sobre todo lo general y la historia lo particular. Lo general es lo que tal o cual, según su carácter, haya dicho o hecho, conforme a la necesidad o a la verosimilitud; es el fondo sobre el cual la poesía pone luego nombres propios. Lo particular es lo que ha hecho Alcibíades o lo que se le ha hecho.[9]

 

Lo verosímil, Aristóteles lo precisa luego, no es lo real, ni siquiera lo que ha podido suceder, sino lo que se cree que pueda suceder; depende, pues, estrechamente de la opinión del público y puede variar.

Esta teoría de lo verosímil, diferenciado de lo real y de lo posible, ya los teóricos italianos habían tratado de explicarla, de analizarla, de comentarla, cuando nuestros 'teóricos la conocieron y la estudiaron a través de ellos. Chapelaín, después de Deimíer, precisa la regla y le da toda su fuerza a propósito de la querella del Cid, que removió tantas ideas e hizo precisar tantas nociones. Chapelain, como Scudéry, critica a Corneille por haber escogido un tema tal vez posible por ser histórico, pero inverosímil. Limitando la noción de verosimilitud, no autorizará sino lo verosímil "ordinario", lo verosímil de los hechos cotidianos, y prohibirá esa verosimilitud "extraordinaria", propia de los momentos excepcionales. D'Aubinac, en 1657, expone definitivamente la posición de los teóricos clásicos, cuando escribe a propósito del teatro únicamente:

Lo verdadero no es tema de teatro, porque hay muchas cosas verdaderas que no deben verse allí... ¿o posible tampoco lo será, pues hay muchas cosas que se pueden hacer..., que sin embargo serían ridículas y poco creíbles si se representaran... Por tanto, sólo lo verosímil puede razonablemente fundamentar, sostener y terminar un poema dramático. No es que las cosas verdaderas y posibles estén fuera de lugar en el teatro, sino que sólo se admiten en la medida en  que  presentan verosimilitud.

No hay género literario al cual nuestros teóricos no quieran aplicar lo que d'Aubignac dice del teatro, con excepción de Corneille. Este es el único en sostener que lo verdadero, autentificado por la Historia o la leyenda, puede ser materia de la obra, aun si no es verosímil. "Diré más, escribe, no temeré pretender que el tema de una bella tragedia debe carecer de verosimilitud".[10] Pero está solo.

¿Sobre qué se apoya esta regla de verosimilitud? La autoridad de Aristóteles no basta ya a nuestros teóricos; los detalles mismos de su doctrina necesitan de una base lógica. La obra debe instruir; por ello concluye Chapelain: "Donde falta la creencia, faltan tam­bién la atención o el afecto; pero donde no hay afecto, no puede haber emoción ni, por consiguiente, perfección o enmienda en las costumbres de los hombres, lo que es la finalidad de la poesía". Es la verosimilitud, y no lo verdadero, lo que sirve de instrumento al poeta para encaminar al hombre hacia la virtud. En arte, la vero­similitud es lo que está conforme con la opinión común, aunque, a los ojos del sabio o del erudito, fuese evidentemente errónea. De ahí el desdén de esos teóricos por la verdad histórica, la cronología; era esto ir mucho más lejos que Aristóteles y sus comentaristas del siglo XVI. Corneille es el único —una vez más— en pedir el respeto absoluto por la Historia.

* * *

Ya que representar lo verosímil consiste en escoger la realidad más normal, apartando lo anormal, se comprende que el escritor tienda a buscar lo general bajo lo particular, siempre excepcional. "La poesía, escribe Chapelain..., pone lo particular en función de lo universal... Bajo los accidentes de Ulíses y Polifemo, veo lo que es razonable que en general suceda a cuantos actúen de la misma manera,.. Me interesan menos Eneas piadoso y Aquiles colérico... que la piedad con sus consecuencias y la cólera con sus efectos, sí quiero conocer plenamente la naturaleza de las mismas". Hay que ir de lo real, que es único, a lo verdadero, que es universal. Ley capital del arte clásico, que los románticos tratarán de romper, sin lograrlo, sin quererlo del todo, que nuestros grandes escritores posteriores a 1660 aplicarán sin reserva, y que da a sus obras ese alcance universal que es uno de sus más auténticos títulos de gloria.

* * *

Una cosa es bella a nuestros ojos, escribe Nicole en 1659,[11] "cuando guarda conformidad con su propia naturaleza y con la nuestra". Nicole expresa por esta fórmula la necesidad del decoro. El decoro es una de las condiciones esenciales de la obra de arte, tal como la concibe la doctrina clásica. El contenido de esta palabra es, por lo demás, tan amplio como vago. Esta palabra, tan empleada entonces en las discusiones literarias, expresa más o menos lo que nosotros llamaríamos armonía, armonía interna de la obra de arte, armonía entre la obra y el público que la acoge. Aristóteles y, luego Horacio, en forma menos completa, habían definido esta noción del decoro, subdivídiéndola en cuatro clases de decoro moral: las cos­tumbres deben -ser buenas, las acciones representadas morales; con­formidad entre la conducta o el carácter del personaje y la tradición; acuerdo entre la conducta y el carácter o la situación; constancia de los caracteres a través de toda la obra.

Sin embargo, esta noción del decoro no se precisa ni se impone en Francia, sino hacía 1630, y es otra vez Chapelain quien la lanza en la corriente de las discusiones. Pero es la querella del Cid la que obliga a los críticos a examinar a fondo esta noción relativamente nueva y es La Mesnardiére quien se hace su máximo defensor, seguido por todos los demás. De una manera general, se llega a una especie de realismo histórico todavía insuficiente por timidez o ignorancia, pero muy definido en cuanto a la intención. Es el decoro interno.

Sin embargo, el decoro externo, cuyo principio proviene del mismo texto de Aristóteles, podía contradecir el otro. En efecto, ¿acaso no era difícil querer pintar un ser moral y conforme a su época y a la tradición legendaria o histórica, y, a la vez, someterse en esta pintura al gusto del público? ¿No desagradará a un público, forzosamente muy ignorante de la realidad histórica, aquello que es históricamente verdadero?

Entre la verdad histórica y la idea que se hace el público de tal período o de tal héroe, es esta última la que debe escoger el escritor. Debe sacrificar lo que es verdadero a lo que se cree ver­dadero. En una carta famosa, Balzac felicita a Corneille, a propósito de Cina, en los términos siguientes:

 

Usted nos muestra a Roma tal como sería en París... Es usted el verdadero y fiel intérprete de su espíritu. .  Digo más, es a menudo su pedagogo y le recuerda el decoro, cuando ella no lo recuerda. Usted es el reformador del tiempo antiguo, cuando éste necesita de embelle­cimiento o apoyo... Lo que usted presta a la historia es siempre mejor que lo que de ella toma.

 

En efecto, Corneille a decir verdad, manifiesta tanta desenvoltura como los demás al tratar hechos históricos; pero lo que trata de adaptar al gusto de sus contemporáneos, son hechos excepcionales y no la historia mediana.

Todos los teóricos recomiendan este equilibrio difícil entre lo verdadero y el gusto del público; hay que descartar toda palabra deshonesta, todo espectáculo penoso y desagradable, sustituyéndolo por el relato.

La regla del decoro interviene en todas las otras reglas, las cuales son válidas sí están de acuerdo con ella; nueva prueba de la estructura lógica del conjunto de la doctrina clásica, de la solidez de esta construcción. Es, además, una de las reglas más visibles, una de las que mejor caracterizan la obra clásica, porque se aplicará constan­temente durante dos siglos. Es por ella, por lo que la literatura clásica está tan exactamente modelada sobre el siglo en el cual se desarrolló; si esta literatura se agotó es, en parte, porque a esta regla, mal comprendida a fines del siglo XVIII y a principios del XIX, no se dio flexibilidad, como debía hacerse por su misma definición, y porque se guardó fidelidad al decoro del siglo de Luís XIV, en vez de forjar uno nuevo, de acuerdo con épocas muy diferentes en cuanto a las costumbres, al espíritu y a la cultura.

* * *

Para gustar, la obra debe, pues, ser verosímil hasta en sus detalles, universal en sus pinturas, respetuosa del decoro; todo esto es. necesario, pero en cierta forma negativo. El motor que provocará el interés no podría consistir en estas reglas que, más bien, son limitaciones. El interés sólo será provocado por lo "maravilloso", que excitará la curiosidad o la admiración, motores del interés. ¿Cómo podrá lo maravilloso acordarse con la verosimilitud? Y, en primer lugar, ¿en qué consiste? Chapelain nos lo explica:

La naturaleza del tema produce lo maravilloso, cuando por un encadenamiento de causas, no forzadas, ni llamadas de fuera, se pro­ducen acontecimientos sea contra lo esperado o contra lo ordinario; la maravilla se logra con los accidentes cuando la fábula está sostenida sólo por las concepciones y por la riqueza del lenguaje, de tal manera que el lector se despreocupe del tema para detenerse en el embelle­cimiento.[12]

Es, nos dice el P, Rapin, "todo lo que está contra el curso ordinario de la naturaleza" y cuyo objeto, al interesar, es el de con­mover el corazón y "animarlo para las grandes cosas". De hecho, esto se ve principalmente en la forma de desarrollar la obra y par­ticularmente en los grandes géneros, epopeya y tragedia. Pero lo extraordinario, si bien debe sorprender, no debe parecer imposible, debe permanecer dentro de los límites de lo verosímil, trátese, para unos, de lo verosímil mediano y, en cierta forma, cotidiano o, para Corneílle y algunos otros, de lo verosímil excepcional.

Lo maravilloso puede ser divino o humano; en el primer caso, se tratará propiamente de milagros tomados de la mitología pagana o de la religión cristiana.

En realidad, el equilibrio es tan difícil de conservar entre lo verosímil y lo maravilloso, como entre el decoro y la verdad histórica.

  



[1] Citado por R. Bray,  Op. cit., p. 91.

 

[2] Chapelain,  citado por R. Bray, id., p. 93.

[3] Guéret, citado por R. Bray, id., p.94

[4] Para aclarar este término intraducible de "honnête homme", suerte de ideal del hombre del siglo XVII, citamos aquí a V.—L. Saulnier, La Iitérature française du siécle classique, París (1958), págs. 45 y sig.: El honnête homme debe saber mucho, pero también ir más allá de su saber; ejercicios ecuestres, talentos artísticos, ciencia libresca, virtud, no le falta nada; más la elegancia del vestido y de la conversación; y, sobre todo, cierta gracia natural, enemiga de toda afectación de gravedad. Pero este ideal evoluciona en el sentido mundano. . . hacia 1660. . . Las cualidades fundamentales son de ahora en adelante la fineza y la discreción (no jactarse de nada) que sobreentienden todas las cualidades de espíritu y hasta cierta sensibilidad, pero les imponen un desprendimiento, una elegante  simplicidad superior a su  fondo mismo".   (N. del  T.).

[5]R.Bray, op. cit., p. 106.

[6] Citado por R. Bray, op. cit., p. 107. Cf. el texto de Valéry, p. 254.

[7] Saint-Evremond, De la poesía, citado por R. Bray, op. cit., p. 157.

 

[8]Plural de "honnête homme"; véase nota 4 (N. del T.).

 

[9] Traducción francesa de Egger, citada por R. Bray, op. cit., p.  192

[10] Citado por R. Bray, op. cit., p. 202

[11] Tratado de la  verdadera y de la falsa belleza...,  citado por R.  Bray, op. di., p. 216.

 

[12]Prefacio al Adonis, p. 40, citado por R, Bray, op. c'tt., p. 231.


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