NARRAR EL ABISMO

MANUEL BARRIOS. Pre-textos. España. 2001


Datos biográficos del autor: Manuel Barrios Casares es profesor de filosofía en la Universidad de Sevilla y subdirector de Er, revista de filosofía. Traductor y estudioso de la genealogía de la modernidad.


Del alma bella al cuerpo monstruoso,

fragmentos de la subjetividad romántica

La reflexión filosófica en torno al problema de la formación del individuo en un período de la cultura alemana y europea al que Goethe, entre otros de sus ilustres artífices, prestó su nombre para designarlo, puede aplicarse con especial pregnancia no sólo sobre su dimensión histórica, social o estética, sino también sobre el ámbito de las ciencias de la naturaleza. Cabe reconstruir entonces el despliegue de esta problemáti­ca, así como el de sus diferentes soluciones, a partir de un análisis de los productos filosóficos y literarios de la época que considere al mismo tiempo la influencia ejercida en ellos por la evolución del paradigma científico-natural. Éste es en parte el sentido de la propuesta de lectura que aquí se hace. Por tanto, se hará referencia a la obra de pensadores, poetas y literatos tales como Kant, Goethe, Schiller, Hólderlin o Mary Shelley tomando como telón de fondo para la exégesis la con­cepción de la naturaleza -por expresarlo ahora en unos tér­minos bien genéricos- que inspira igualmente, en gran medida, la profunda autoconciencia epocal que late en todos sus textos.

Podría parecer en principio que estamos situándonos así, sin más, ante un horizonte especulativo que es el que distingue fundamentalmente a esos pensadores de finales del XVIII e ini­cios del XIX que se conocen genéricamente con el nombre de Naturphilosophen (Franz von Baader, Oken, Johann jakob Wagner y, con acento más decididamente científico, Steffens o Ritter). Pero lo cierto es que si atendemos al contenido básico de su pensamiento, esto es, a la idea de que existe una unidad oculta y esencial entre todos los seres del universo —una idea de ascendencia neoplatónica en sus modulaciones más prima­rias y que Schelling desarrollará con singular brillantez- reco­noceremos de inmediato que se trata más bien de un rasgo que alcanza a todas las manifestaciones culturales de la época y en los órdenes más diversos;[1] y ello hasta el punto de que esta nueva configuración del paradigma científico influye, tanto co­mo el cambio social e histórico-político (tanto como el estado de nación dividida en Alemania, por ejemplo), en las ideas li­terarias y filosóficas de la cultura alemana y europea del mo­mento. Lo crucial aquí es el hecho de que la ciencia dominan­te deja de ser la física, que sustentaba toda la visión mecanicista del mundo tan arraigada durante el siglo XVIII, y pasa a ser la química, de la mano, eso sí, del electromagnetismo. Una serie de fenómenos que no tenían cabida en el estricto marco físi­co-mecánico, como la luz, el aire o el fuego, y que están por el contrario a la base de la química, pasan ahora a delinear la nueva imagen de lo real. Tal como lo expresa Félix Duque en

su espléndido trabajo titulado Filosofía del la técnica de la na­turaleza, que sigo fielmente para la reconstrucción de este es­tadio tecno-natural: "Aquí se configura un mundo de transfor­maciones continuas de fluidos, penetrables íntimamente por el fuego (...) El mundo deviene fluido, energético"[2] Y la electricidad es "la energía científica oculta tras la imaginería del fue­go", el "medio universal de transformación y transmisión". La consecuencia de todo ello es que "ya no hay barreras entre lo orgánico y lo inorgánico: ambas regiones forman un continuum, controlable y reconstruible en el laboratorio".[3]

La ciencia de comienzos del XIX viene así a dar fundamento en principio a esa Naturphilosophie de tendencia neoplatonizante, que alcanzará en la obra de Schelling una cota insospe­chada. Lo que pensadores renacentistas como Bruno o Paracelso habían propuesto bajo la idea más o menos difusa de un "alma del universo", eso parece querer realizarlo la época mo­derna. La Ilustración confiere entidad efectiva, tanto científica como política y social, a muchas de las aspiraciones que con­forman la tópica del Renacimiento. Pero, al hacerlo, las enfrenta a la vez con los límites inherentes a la nueva realidad social del capitalismo, con lo que a menudo acaba destruyendo buena parte del potencial revolucionario ínsito en aquellos sueños de la razón renacentista. Ya se sabe que el sueño de la razón mo­derna produjo monstruos. La generación prerromántica será inicialmente la encargada de apurar el cáliz de esa contradic­ción. Pero me estoy adelantando a mis propios planteamien­tos.

Según se ha apuntado ya, el primero de ellos consiste en afir­mar que este predominio de la química, como ciencia que de­muestra la continuidad existente entre los distintos órdenes de realidad, desde lo inorgánico hasta lo orgánico, se refleja tam­bién -y sobradamente- en la literatura del momento; de tal ma­nera que la temática fundamental que caracteriza a la novelís­tica moderna desde la época de Goethe, esto es, las peripecias del individuo a lo largo de su proceso de constitución como tal, aparece asimismo atravesada por la idea rectora del espíritu de los Naturphilosophen: al individuo lo forjan, tanto como la ex­periencia moral de su estancia en el mundo, tanto como su pro­gresiva conciencia de sí, los flujos del éter sobre su cuerpo, la travesía del viento por entre sus cabellos, o el rumor de la vida de los campos tras los ventanales de un convictorio tubingués. Y bien, ¿acaso no es precisamente esto lo que nos ofrece la con­figuración del "alma bella" que plasma el Bildungsroman hölderliniano Hiperión ya desde sus primeras redacciones? Cierta­mente, Hölderlin presenta allí al héroe, trasunto de sí mismo, como un individuo sujeto a transformaciones continuas, a cons­tantes oscilaciones energéticas en su constitución anímica, así como en su economía libidinal, desde la desesperación hasta el entusiasmo más absolutos, y todo ello gobernado, por supues­to, por los avatares de su andanza amorosa, por las expectati­vas de su utopía de una Grecia recobrada, pero también por la caída de los rayos de Apolo sobre su cabeza. El propio Hölderlin lo expresa de manera rotunda en una de las elaboraciones previas al texto definitivo de la novela y que lleva por título La juventud de Hiperión: "el éter que nos circunda, ¿acaso no es fiel retrato de nuestro espíritu el puro, inmortal éter?"[4]

Es además una idea similar a ésta la que, a mi modo de ver, subyace en buena medida al planteamiento hölderliniano cuan­do en su Fundamento para el Empédocles distingue dos principios, uno individual-cultural, lo orgánico (das Organische),y otro universal-natural, lo aórgico (das Aorgische), de cuyo persistente conflicto deriva Hölderlin la condición trágica del héroe:

Así, Empédocles es un hijo de su cielo y de su período, de su pa­tria, un hijo de las violentas contraposiciones de naturaleza y arte, en las cuales apareció el mundo ante sus ojos.[5]

Ahora bien, no se trata éste, con todo y pese a lo querido por las dilucidaciones heideggerianas al respecto, de un pen­samiento sólo tardíamente formulado por el Hólderlin de los grandes Himnos y Elegías e ignorado por el poeta del Hyperion. En otro lugar he desarrollado más extensamente mis ob­jeciones a esa diferenciación algo rígida que hace Heidegger entre un joven Hölderlin y un Hölderlin de madurez, a mi mo­do de ver no siempre con suficiente fundamento.[6] Ahora me limitaré a indicar que ya en el Fragmento de Hiperión pode­mos hallar claras prefiguraciones de ese pensamiento del zwischen, que Heidegger adjudica con aires de exclusividad a la obra hölderliniana posterior a 1800, como, por ejemplo, cuan­do Hiperión afirma que "el hombre desearía estar a la vez en todo y por encima de todo" (StA, III, 163). Hölderlin subraya en esa frase las preposiciones: "in allem seyn" (estar en todo), como otra formulación del deseo de "volver, en un feliz olvi­do de sí, al Todo de la naturaleza",[7] como voluntad de armo­nía absoluta; " über allem seyn" (estar por encima de todo), co­mo expresión de la voluntad de poder que alimenta el desgarro inherente al ser humano. Pero lo más digno de ser destacado filosóficamente es la cópula, por la cual Hölderlin aúna, sin di­solverlos en una síntesis superior, ambos principios. Un zugleich, quizá más radical incluso que el derivado de la espe­culación hegeliana, caracteriza el drama de la bella subjetividad hölderliniana desde Hiperión mismo, antes del tiempo de re­torno a la patria, en el propio destierro, de igual modo que permea la esencia del Bildungsroman: que consiste, sí, desde lue­go, en narrar el proceso de formación del individuo, mas, como hemos visto -y con esto retomamos el hilo de la argumentación general- haciendo depender ese proceso tanto de instan­cias espirituales como de instancias naturales; y ello aun cuan­do en último término éstas tiendan a resolverse en aquéllas.

Es el caso, por ejemplo, de la novela goetheana Las afini­dades electivas (1809), donde volvemos a encontrarnos con esa presencia de motivos científicos y, más concretamente, químicos en la literatura. El propio Goethe, en efecto, pre­senta su novela como un intento de reconducir "una parábo­la química a su origen espiritual”, para exponer así un caso moral, "tanto más -dice literalmente- cuanto que sólo hay una naturaleza en todo, y porque también el reino de la serena li­bertad racional se ve constantemente atravesado por las hue­llas que traza la turbia necesidad de la pasión".[8] La parábola química que inspira el relato de las conflictivas relaciones amorosas entre los cuatro personajes principales está ya re­cogida en el título mismo de la obra, el cual remite inequí­vocamente al tratado del naturalista y químico sueco Torbern Olof Bergmann (1735-1784), Disquisitio de attractionibus electivis,[9] de 1775. Mediante dicha expresión, Bergmann había definido allí "un fenómeno observado en algunas combina­ciones químicas, a saber, su tendencia a disociarse los ele­mentos por el contacto con un tercero que parecía ejercer, so­bre uno de los dos, una mayor 'atracción' que la que había impulsado la combinación primera".[10] Reconocimiento de que tampoco en la naturaleza existían armonías definitivas, al me­nos el fenómeno permitía establecer una ley que explicara sus desgarramientos. Según indica Angela Ackermann,[11] el te­ma tenía por fuerza que fascinar a Goethe, interesado como estaba en hallar unos principios últimos capaces de fundar la unión de naturaleza y cultura (necesidad ético-metafísica), pe­ro a la vez capaces de comprender el ritmo de sus desave­nencias (necesidad literaria, como forma sublimada de la tur­bia necesidad de la pasión).

No voy a insistir en este aspecto, aunque sí quisiera hacer una última observación a propósito del mismo: puede repro­chársele a Goethe haber identificado excesivamente este ele­mento perturbador, desorganizador (aorgiscb, diría Hölderlin), con la pasión. En ello se cifra justamente su condición anti-romántica, que Fausto se encargará de ilustrar de forma sobrada. Ciertamente, sólo el Wissensdrang fáustico resulta a la postre una pasión lícita, puesto que en ella el sujeto, antes que perder su dominio de sí -como por el contrario ocurre en el caso de la pasión amorosa- lo expresa bajo su más alta for­ma. Por ello mismo, lo que a fin de cuentas se cuece en el crisol de la mudanza alquímica del alma fáustica no es mera­mente ese contento burgués con el que a menudo se ha des­crito, de manera simplista, la adopción por parte de Goethe de un clasicismo a ultranza; sutilmente agazapada tras la Entsagung goetheana sigue latiendo la potencia de una razón in­saciable, que constantemente desborda los medios que una limitada subjetividad pone a su alcance. Y es que, frente a lo que suele afirmarse en sentido contrario, el anhelo de infini­to y la desgarrada conciencia de los límites de la subjetividad en donde dicho anhelo se alberga no constituye una estruc­tura dialéctica típica sin más de la razón romántica; tan ca­racterística es de la razón ilustrada como de aquélla, y así nos lo muestra también a las claras un pensamiento como el de Kant, que, aun cuando abierto ya a las sugerencias de la nue­va sensibilidad, permanece fiel en lo esencial al espíritu de la Ilustración. Mas, como digo, no por eso deja Kant de expre­sar aquella conciencia desgarrada que embarga al hombre siempre que éste afronta la tarea del pensar en su radicalidad más absoluta:

En un género de conocimientos (la metafísica) tiene la razón hu­mana el singular destino de verse agobiada por cuestiones que no puede eludir, pues le han sido encomendadas como tarea por la na­turaleza de la razón misma, pero que tampoco puede contestar, ya que sobrepasan toda .su capacidad (KrV, A VII).

Tal es -incluso para la mentalidad tardoilustrada- la natura­leza de la razón, "rendida ante condiciones propuestas por ella misma", pero confiada, pese a todo, en la inevitabilidad de los progresos de la metafísica y del saber en general. Es así como Kant y Goethe salvan en un mismo movimiento redentor la as­piración fáustica y el destino de la metafísica: mediante la apelación al mito moderno por excelencia, el del progreso.[12] Y es aquí más bien donde han de dirimirse las diferencias con el temperamento romántico.

Así pues, pasemos a considerar con cierto detenimiento un texto romántico en el que se evidencia una valoración bien dis­tinta del progreso. Se trata de la novela de Mary Wollfstonecraft Shelley, Frankenstein, or the Modern Prometheus, publicada en el año 1818. Como su propio subtítulo indica, esta novela de­ja traslucir una de las últimas versiones románticas del mito de Prometeo, al tiempo que representa otra recreación más de la leyenda del golem. Existen de hecho en la literatura románti­ca y concretamente en la alemana numerosos relatos que re­cogen de una u otra manera este motivo novelesco del golem, como por ejemplo Isabel de Egipto, o Melück María Blainville, ambas de Achim von Arnim (o bien derivaciones suyas, desde el homunculus goetheano hasta el tema del doble: La condesa Dolores, de Arnim, Los elixires del diablo, de E. T. A. Hoffmann, etc.); pero ninguno de ellos alcanza la altura e intensidad de la célebre narración gótica acuñada por Mary Shelley en aquellas inquietantes veladas nocturnas de Villa Diodati, en compañía de su esposo, el poeta Percy Bisshe Shelley, y de Lord Byron[13] Del mismo modo, hay antecedentes técnicos que sin duda debieron contribuir poderosamente a la consolidación de Frankenstein como mito científico de la época (pese a Volta, quien ya por aquel entonces mostraba que la electricidad específica o animal sólo es una forma de la electricidad general). Entre dichos precedentes merece ser destacado sobre todo el traba­jo de Jacques Vaucanson (1709-1782), constructor de ingenios mecánicos, quien causó sensación en la Academia de las Cien­cias de París, en 1738, cuando presentó su canard digérateur, un pato mecánico diseñado para ilustrar el proceso químico de la digestión, capaz de ''comer" granos y semillas, "digerirlos" y producir "excrementos". En L'homme machine (Leyden, 1746), La Mettrie se apoya precisamente en los trabajos de Vaucanson para defender su tesis de que el hombre resulta equiparable por completo a un mecanismo de relojería. Y son altamente significativos los términos en que se refiere ahí a Vaucanson cuando le exhorta a construir un parleur, ''máquina que ya no puede ser contemplada como imposible, sobre todo en las ma­nos de un nuevo Prometeo".[14]

Otra contribución en la misma línea fue la de Pierre-Jacquet Droz (1721-1790), considerado como el sucesor de Vaucanson. La construcción de un autómata que, mojando su pluma en el tintero, sacudía la tinta sobrante, apoyaba una mano sobre el pa­pel y con caligrafía perfecta escribía ''cogito, ergo sum", supuso también un avance extraordinario en ese sentido. Pero si viene aquí a nuestra memoria, es precisamente por la circunstancia, desde luego reveladora, de que Mary Shelley visitó a Droz en su casa de Neuchatel años antes de escribir su relato.

En cualquier caso, no hay que olvidar que todas estas inno­vaciones técnicas se atenían estrictamente al paradigma mecanicista dieciochesco, y que sin el recurso a otras concepciones filosóficas, cual las suministradas por la asimilación entre los Naturphilosophen de las teorías galvánicas y el auge de los fenómenos electroquímicos, no podría comprenderse la verda­dera dimensión del mito de Frankenstein. Algo distingue, pues, la narración de Mary W. Shelley tanto de sus antecedentes li­terarios como científicos. Es la distinción que reside en la naturaleza del monstruo.

El monstruo de Frankenstein está hecho de fragmentos de hombre: de huesos recogidos en los osarios y trozos de carne putrefacta de los cadáveres profanados por su hacedor, "mien­tras andaba entre las humedades impías de las tumbas".[15]Se  trata de una criatura informe, escindida, pero a la que su creador ha sabido dotar del bello vínculo, capaz de transformar la materia inerte en un ser vivo. Este "bello vínculo" que anima al monstruo, reconstruyendo su interioridad desgarrada para procurar devolverlo a la vida plena de una naturaleza armo­niosa, no es otro que el que procede del rayo celeste. Víctor Frankenstein es así el moderno Prometeo que asalta el cielo y roba el fuego de los dioses para entregárselo a la criatura for­jada por él, a fin de que ésta pueda disfrutar de una existencia más plena e intensa. Y es este fuego, esta luz o enêrgeia, esta supuesta electricidad animal la que -cumpliendo aquí una fun­ción similar a la asignada por Kant al éter en su Opus Postumum- galvaniza el cuerpo inerte del monstruo y le confiere movimiento.

Pero en aquella lúgubre noche de noviembre, justo en el ins­tante en que Frankenstein infunde la chispa vital al ser inani­mado que yace ante él, se produce un dramático cambio en su actitud:

 

Los distintos accidentes de la vida no son tan mudables como los sentimientos de la naturaleza humana -reconoce-. Yo había trabaja­do denodadamente durante casi dos años, con el único objeto de in­fundir vida a un cuerpo inanimado. Para ello me había privado del descanso y de la salud. Lo había deseado con un ardor que excedía con mucho a la moderación; pero ahora que había terminado, se ha­bía desvanecido la belleza del sueño, y un intenso horror y repug­nancia me invadieron el corazón. Incapaz de soportar el aspecto del ser que había creado, salí precipitadamente de la habitación.[16]

 

Horrorizado, Frankenstein abandona la criatura a su suerte -abandono éste que, por lo demás, habrá de tener funestas consecuencias para ambos. Lo que horroriza a Frankenstein es el haber advertido finalmente los límites de su sueño científi­co (en su afán de dar todo el ser a un objeto, de agotar su entidad mediante la sola aplicación de una técnica científica): se ha esforzado en formar un ser cuyos miembros fueran pro­porcionados, y, de hecho, ha seleccionado para el mismo unos rasgos que, considerados cada uno de ellos aisladamente, bien podrían resultar amables, incluso hermosos. Sin embargo, cuan­do aquel conjunto de miembros, revestido de vida propia, se pone en movimiento y se muestra como una única cosa, la im­presión del todo cambia por completo con respecto a la de las partes; y ni siquiera el bello vínculo que viene del cielo logra arrastrarlo hasta su altura redentora: esos "ojos aguanosos" re­velan la verdadera naturaleza de la criatura, su pertenencia al barro y a la ciénaga al mundo sublunar, quebrado y oscuro.

A pesar del bello vínculo suministrado por la electricidad gal­vánica, algo le falta al monstruo para recrear en su cuerpo una totalidad armónica, susceptible de brindarle un nuevo aspecto que haga olvidar su constitución fragmentaria y deje de inspi­rar horror a los hombres. Esa carencia será, sin duda, funesta para él: le precipitará en el abismo de la desolación, le alejará de toda posibilidad de felicidad y hará que en su mente ya só­lo tenga cabida el deseo de venganza contra el artífice de su desdichada existencia; pero en el fondo no lo estará condena­do a un destino tan distinto al de los propios hombres, como a primera vista pudiera sugerir la narración de Mary W. Shelley. Porque si consideramos atentamente, abstracción hecha de lo que es pura peripecia literaria, los términos en los que se for­mula ahí la descripción del estado de indigencia en que se ha­lla la humanidad del monstruo, veremos que éstos no distan mucho de los de la descripción que Schiller realizaba en la sex­ta de sus Cartas sobre la educación estética del hombre a pro­pósito del individuo moderno. Schiller caracteriza ahí el espí­ritu de la modernidad a la luz del "contraste que se advierte entre la forma actual de la humanidad y la que tuvo en otras épocas, principalmente en la época de los griegos", comen­tando lo siguiente:

 

Por aquellos tiempos, en el hermoso despertar de las potencias del alma, aún no tenían los sentidos y el espíritu .sus dominios estricta­mente cercados y divididos; ningún disentimiento los separaba ni los empujaba a definir, en recíproca hostilidad, las lindes de sus esferas respectivas. (...) ¡Cuan distintos somos los modernos! También no­sotros hemos proyectado en los individuos, agrandada, la imagen de la especie..., mas rota en pedazos, no compuesta en mezclas y com­binaciones. Hasta tal punto está fragmentado lo humano, que es me­nester andar de individuo en individuo preguntando e inquiriendo para reconstruir la totalidad de la especie. Entre nosotros dan ganas de afirmar que las potencias del alma se manifiestan, en realidad, se­paradas y divididas, como la psicología las separa y divide en la re­presentación; vemos, no ya sujetos aislados, sino clases enteras de hombres que desenvuelven tan sólo una parte de sus disposiciones, mientras que las restantes, como órganos atrofiados, apenas se ma­nifiestan por señales borrosas.[17]

 

Fragmentación de lo humano como rasgo distintivo de la si­tuación del sujeto moderno: un topos compartido por el pen­samiento ilustrado y romántico, que hace perfectamente com­prensible el hecho de que el moderno Prometeo sólo sea capaz de alumbrar a un ser desgarrado y paradójico, conforme a lo que Schiller califica como "el espíritu de nuestro tiempo, al que vemos oscilar (...) entre la monstruosidad y la mera naturale­za".[18] Así se halla, a fin de cuentas, la creatura de Frankenstein, cuyo desmembramiento externo es únicamente reflejo de su desgarramiento interior: escindida entre la monstruosidad de su cuerpo y la pura y bella naturaleza de sus anhelos; pues, en efecto, como reconoce su propio hacedor, tampoco este ser "carece de elevados sentimientos", al contrario. De hecho, son precisamente éstos los que más contribuyen a sembrar de des­dichas la larga y extraña historia del monstruo, según él mis­mo le relata a Frankenstein:

 

(...) Recuerda que soy tu criatura; debería ser tu Adán, pero soy más bien el ángel caído, a quien privaste de la alegría sin haber cometido mal alguno. En todas partes veo la felicidad, de la que sólo yo me encuentro irrevocablemente excluido. Yo era afectuoso y bueno, y la aflicción me ha convertido en demonio. (...) Créeme, Frankenstein; yo era benévolo; mi alma resplandecía de amor y humani­dad; pero ¿no estoy solo, miserablemente solo? Si tú, mi creador, me detestas, ¿qué me cabe esperar de tus semejantes, que no me deben nada? Me desprecian y me odian. Mi refugio son las montañas de­siertas y los desolados glaciares.[19]

 

La criatura de Frankenstein posee ciertamente un cuerpo monstruoso, pero no por eso deja de ser un "alma bella". Más bien todo lo contrario: en el contraste expresa de la forma más intensa ana contradicción, que desde el principio es constitu­tiva de la condición misma de esta figura prerromántica. El su­yo es en esencia el drama de la bella interioridad que no en­cuentra en el exterior correspondencia alguna con sus nobles afanes y, por tanto, se recluye aún más en sí misma, aislándo­se por completo del mundo, como se aisló Hölderlin en casa del carpintero Zimmer, o bien buscando refugio en esos deso­lados parajes -el glaciar, la montaña- que serán tema predi­lecto de los pintores románticos en general y de Caspar David Friedrich en particular. Y al igual que sucede en todas las con­figuraciones que de dicha schöne Seele nos muestra la época, en su caso, la incapacidad esencial para relacionarse con los hombres no sólo vendrá a evidenciar los limites dentro de los que se circunscribe su 'alma desventurada (así v.g. en los términos en que Hegel los formula dentro de su Fenomenología del Espíritu),[20] sino que también servirá para poner de relieve las insuficiencias de la realidad socio-económica, histórico-cultural, donde aquella figura del espíritu se asienta. Según hemos visto ya, su melancólica queja pronto adopta tonos de crítica y reproche -contra Frankensteín en primera instancia, y luego contra todo el género humano- casi como en los versos de Hölderlin:

 

Ich verstand die Stille des Aethers

Der Menschen Wort verstand ich nie.[21]

 

Nunca entendió Hölderlin:la palabra de los hombres; pero a menudo un dios lo salvaba de la reprimenda y el griterío de sus contemporáneos, incluso al final de sus días, cuando ya no era nada más que "un niño de cabellos grises" (StA,VI, 378). Para el monstruo de Frankenstein, sin embargo, ni siquiera exis­te esa posibilidad consoladora, pues, con su asalto al cielo, la aspiración prometeica de su creador ha despoblado de dioses el mundo, erigiendo así al logos científico en portador exclu­sivo del poder del fuego celeste sobre la tierra. Nacido del abismo de la ausencia de los dioses e inclinado por naturaleza, de acuerdo con el ideal rousseauniano, a la sociabilidad y la be­nevolencia, este desventurado ser, que se afana en aprender a hablar en un idioma extraño (francés), que educa su espíritu en el pensamiento de Mílton y de Plutarco, que fomenta su me­lancolía con la lectura del Werther goetheano, y que alumbra sus noches de soledad y vigilia con el ensueño de una com­pañera, nos recuerda demasiado a nosotros mismos, hasta en sus rasgos más patéticos, como para no sentir que en buena medida todos participamos de su destino y su fracaso. Un fra­caso, por lo demás, que, según la narración de Mary Shelley se encarga de ilustrar debidamente, es achacable, antes que a la criatura misma, al moderno Prometeo que la forja y a la razón científica en que éste inspira su acción.

Tal como ha observado con acierto Eduardo Subirats, en es­te punto la versión romántica del mito de Prometeo cambia de acento con respecto a lo que había venido siendo su valora­ción usual desde el Renacimiento:

 

La filosofía de la Ilustración celebra en él al nuevo espíritu cientí­fico. Sólo e¡ romanticismo vuelve a introducir el elemento del miedo en la cultura moderna por aquel mismo lugar, la dominación cientí­fica de la naturaleza, por el que la versión fáustica de Prometeo lo había suprimido o expulsado. El golem no expone la esperanza de la emancipación de la naturaleza a través de la dominación científi­ca, sino, por el contrario, la amenaza histórica inherente a ella. Se vuelve una figura negativa.''[22]

 

Desaparecida la belleza del sueño de una humanidad acuña­do por la Ilustración, lo que ahora se ofrece a la mirada ro­mántica posee más bien los caracteres de una realidad dema­siado horrible como para no querer calificarla de pesadilla: toda la fealdad de los escenarios promovidos por el progreso técni­co y científico y, sobre todo, la del propio sujeto que ellos ope­ra -un sujeto resignado o escindido, roto por el esfuerzo de su cuerpo laborioso o insensible al lamento de otros hombres- es lo que se condensa en la figura del monstruo de Frankenstein. Su significación simbólica para la sensibilidad romántica es de todo punto similar a la que registra el tema de la ruina en la pintura paisajística de Friedrich, Dahl, Caras, Runge y demás pintores alemanes de la época. A la función crítica desempe­ñada por la representación pictórica de la ruina gótica en di­chos autores corresponde por completo el sentido que en es­ta novela gótica posee la presencia de ese desecho humano, de esa humanidad en ruinas, que es el ser creado por el doctor Frankenstein. En ninguno de ambos casos la ruina, sea la del edificio medieval o la del hombre mismo, expresa, salvo muy secundariamente, una supuesta nostalgia por un orden social definitivamente perdido, como en ocasiones se ha querido ha­cer ver. Frente a una interpretación tal, que ve en el motivo pictórico de la ruina tan sólo un elemento reaccionario, auto­res como Subirats han defendido una lectura bastante distinta, que, en lugar de reconocer ahí el deseo de retorno a una con­cepción teológica del mundo, advierte más bien "el momento de una resistencia contra la racionalidad del progreso de la ci­vilización industrial que asume precisamente el sufrimiento por él producido"[23] Lo mismo puede decirse, efectivamente, a pro­pósito de Frankenstein, o el moderno Prometeo: el relato del fracaso de la subjetividad moderna en su afán de arrogarse un poder absoluto sobre la vida y la muerte no se articula aquí tanto para defender los derechos de un dios caído cuanto pa­ra hacer lo propio con una naturaleza humillada y alienada. Hay que descartar por tanto el presunto reproche teológico con el que M. Shelley pretendió moralizar a posteriori -en una in­troducción a la obra escrita por ella años más tarde, hacia 1831[24] el significado de su narración. Frankenstein no sufre el justo castigo a su impiedad por haber pretendido suplantar a Dios, al menos si esto se entiende en el mismo sentido en el que la leyenda medieval condenaba al doctor Fausto; y no lo sufre sencillamente porque este lugar trascendental ya no lo ocupa aquel principio hipostático sustentador del orden teológico, si­no la Ciencia misma de la que se vale el doctor Frankenstein. Su impiedad es en todo caso la de toda la razón científica mo­derna, y si se ejerce contra algo, es contra la misma naturale­za en donde la sensibilidad panteísta de los Naturphilosophen había querido cifrar el nuevo escondrijo de la infinitud. Así lo ratifica el hecho de que la venganza de la criatura sea básica­mente una venganza de la naturaleza contra el logos científico que la somete y sujeta, provocando su infelicidad.

Frankenstein y su criatura, consumidos por una persecución delirante que los lleva hasta las heladas regiones del Ártico, son al final del relato apenas meras sombras espectrales que se en­trecruzan y confunden, víctimas ambos de un único destino, pe­ro que ni siquiera en su último encuentro son capaces de re­conocer en el otro, reflejada, su propia inocencia trágica. Tal como sucede al concluir la Narración de Arthur Gordon Pym, el doloroso viaje que ambos emprendieron para encontrarse no conduce en el fondo a ninguna parte. Frankenstein muere, y el monstruo se pierde en la oscura lejanía, sin horizontes defini­dos, en la que aún nos debatimos. El inquietante presagio con­tenido en sus últimas palabras anuncia, más que su propia ta­rea, la que en esta hora crepuscular nos atañe a todos nosotros:

 

Mi espíritu dormirá en paz; si piensa, sin duda lo hará de otra ma­nera. Adiós.[25]

 



[1] Hay, claro está, importantes distinciones posteriores que hacer. La intui­ción de una armonía cósmica que está a la base de las concepciones de los Naturphilosophen no es ni siquiera la misma que preside la construcción schellinguiana de la naturaleza; y tampoco, ni mucho menos, la voluntad especu­lativa hegeliana de asentar (setzen) a la naturaleza dentro del sistema del es­píritu.

[2] Félix Duque, Filosofía de ¡a técnica de la Naturaleza. Madrid, Tecnos, 1986, p. 284

[3] Ibid. p. 265.

[4] J. Ch. F. Hólderlín, Samtliche Werke. GrosseStuttgarterAusga.be (= StA), vol. III. Edición a cargo de Friedrich Bcissner. Stuttgart, Kohlhammcr. 1957, p. 224.

[5]Holderlin, StA, IV, 1, 154. Trad. cast. de Felipe Martínez Marzoa, en: Hol-eriin, Ensayos, Madrid, Peralta-Ayuso, 1976, p. 108; "... y por su muerte —explica Hölderlin un poco antes— los extremos en lucha de los cuales procedía, él los reconcilia y unifica más bellamente que en su vida en cuanto que ahora la unificación ya no es un singular y, por ello, demasiado íntima” (idem).

[6]Un primer ensayo de esa controversia fue la ponencia inédita "Hölderlin  y el problema de la metafísica", presentada en 1989 dentro del Seminario del Grupo de Investigación "Reflexión", de la Universidad de Sevilla. Una visión más matizada es la ofrecida con posterioridad a la redacción del presente ca­pítulo en Hölderlin y Nietzsche, dos paradigmas intempestivos de la moderni­dad en contacto, ed. cit., pp. 3(M2. En esa línea, cfr. aquí caps. 3 y 4. 

[7] Hölderlin, Hiperión, o el eremita en Grecia. Trad. de Jesús Munárriz. Ma­drid, Peralta-Hiperión, 1976, p. 25.

[8]El texto pertenece al anuncio de su novela Die Wahluerwandscbafien, pu­blicado por Goethe en el Morgenblattfürgebildete Stánden (Diario de las cla­ses cultas), que dirigía Cotta en Stuttgart, y que aparece recogido dentro de la edición castellana de las afinidades electivas (Barcelona, Icaria, 1984, p. 7), en versión de j. Ma Valverde.

[9] En Nova Acta Regiae Societatis Scientarum Upsalíensis, 2 (.1775), pp. 159-248.

[10] Aurelia Ackermann, "Sobre la génesis de la novela", p. 8 de la citada edi­ción castellana de Las afinidades electivas.

[11]Ibíd., pp. 8-9.

[12] Cfr, Karl Vorländer, Kant. Ficbte, Hegely el socialismo. Trad. de Javier Be-net. Introducción de José Luís Villacañas. Valencia, Natán, 1987, pp. 116-121. Maticemos, con todo, que ni Kant ni Goethe mantienen en absoluto una ac­titud acrítica frente a las contradicciones inherentes a ese progreso puramen­te técnico-instrumental; pero sucumben sin duda a la fascinación de cierta teleología moral, no exenta de residuos providencialistas, cuando no propios del ascetismo de la ética protestante. Recuérdense, si no, los versos 1936/7 del Fausto: "A quien siempre se esfuerza con denuedo, a ése podemos sal­varlo". Una opinión cercana a esto que digo puede encontrarse en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904-5) de Max Weber, donde se lee: "La idea de que el trabajo profesional moderno posee carácter ascético no es nueva, Es lo mismo que quiso enseñarnos Goethe desde las cimas de su pro­fundo conocimiento de la vida, en los Wanderjahre y en la conclusión del Fausto, a saber: que la limitación al trabajo profesional, con la consiguiente re­nuncia a la universalidad fáustica de lo humano, es una condición del obrar valioso en el mundo actual, y que, por tanto, la 'acción’ y la 'renuncia' se con­dicionan recíprocamente de modo inexorable; y esto no es otra cosa que el  motivo radicalmente ascético del estilo vital del burgués (supuesto que, efec­tivamente, constituya un estilo y no la negación de todo estilo de vida"). Con  esto expresaba Goethe su despedida, su renuncia a un período de humanidad integral y bella que ya no volverá a darse en la historia, del mismo modo que   no ha vuelto a darse otra época de florecimiento ateniense clásico'' (pp. 257-8 de la edición castellana, trad. por L. Legaz, Barcelona, Orbis, 1985). No obstante, que el compromiso goetheano con la realidad anule por completo la universalidad fáustica, como sugiere Weber, es algo que aquí he problematizado expresamente supra a propósito del Wissensdrang.

[13] Sobre la génesis de la novela, así como sobre numerosos detalles de inte­rés relacionados con la vida y la obra de Mary Shelley puede consultarse el ex­celente dossier elaborado por Carmen Virgili para la revista de literatura Qui­mera, num. 45 (Barcelona, Montesinos, 1986), que lleva por título "Frankenstein y la extraña familia". Para las claves intelectuales, cfr. también el libro de H. N. Brailsford, Shelley, Godwin y su circulo (ed. orig.: 1913), México, FCE, 1987.

[14] Julien Offroy de La Mettrie, El hombre máquina. Ed. de J. L. Pérez Calvo, adrid, Alhambra, 1987, p, 302. El subrayado es mió. También Voltaire men­ciona a Vaucanson en su Discurso sobre la naturaleza del hombre y, una vez más, lo compara al mítico Prometeo, que creó a los hombres del barro.

[15]Mary W. Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo, Trad. de Francisco Torres Oliven Madrid, Alianza, 1981, p. 66.

[16] M. Shelley, op. cit., p. 70.

[17] Friedrich Schiller, La educación estética del hombre. Trad. de Manuel Gar­cía Morente. Madrid, Austral, 1941. 1968, p. 26-28. Hacemos constar que en relación con este escrito schilleriano podrían establecerse además otros para­lelismos no menos importantes para nuestro análisis, como por ejemplo el he­cho de que buena parte de su concepción del éter la recibe Hölderlin de Schi­ller, así en el caso de la caracterización (en principio herderiana) del mismo como fuente de belleza, que remite a la novena de las Cartas sobre la educa­ción estética. Y puesto que para Schiller la belleza no es en última instancia otra que "la única expresión posible de la libertad en el mundo de los fenó­menos" (Ibíd.~), por su mediación Hólderlin llegará a conceptuar al éter no só­lo como principio de orden estético, sino también de orden moral. Según evi­dencia la carta de Hölderlin a "Böhlendorff, fechada en Nürtingen en el otoño de 1802 (StA, VI, núm 240), la nostalgia de otra patria se plasma para él tanto en "lo atlético de las gentes del sur, en las ruinas del espíritu de la Antigüe­dad", cuanto en la condición etérea de sus constituciones políticas, acomoda­das a su entorno natural e histórico, populares, flexibles como "los heroicos cuerpos de los griegos" (id.), en contraposición a la gélida positividad del Es­tado moderno (al que no en vano llamará Nietzsche "el más frío de todos los monstruos fríos").

[18] Schiller, op. cit., p. 26. Literalmente, el texto reza así; "So sieht man den Geist der Zeít zwischen Verkchrtheit und Rohigkeit, zwischen Unnatur und blosser Natur, (....) schwanken". Si aquí he preferido seguir más bien la tra­ducción de García Morente, que vierte "Unnatur" por "monstruosidad'', es por­que sin duda la transposición figurada, antes que literal, del término servía me­jor al propósito de subrayar las correlaciones que se vienen analizando. De todas maneras, no hay que olvidar tampoco que "unnatural" ya es para la épo­ca un término equiparado a menudo a "romantic"; ni que la categoría de lo monstruoso (das Ungeheure)) va consolidándose poco a poco como un topos de creciente aceptación dentro de la estética moderna. Hegel heredará su sen­tido directamente del contexto de la cita de Schiller, y cuando en sus Leccio­nes sobre la estética describa la configuración armoniosa del arte en la era clá­sica, lo hará utilizando la siguiente expresión; "el monstruo del desdoblamiento dormitaba aún". (Estétique. Ed. Aubier, I, 236).

[19] M. Shelley, op. cit., p. 120.

[20] Cfr. G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu. Trad. de W. Roces. Méxi­co, FCE, 1966, pp. 382-384. Como se ve, el presente intento de trazar una ge­nealogía más amplia y compleja para la figura romántica de la subjetividad fragmentada posee un claro matiz polémico con respecto a la valoración hegeliana de este momento de la conciencia moderna. Del alma bella al inhós­pito cuerpo del monstruo, los diversos modos que va adoptando la exposición y el contraste de la individualidad romántica con su entorno epocal registran cada vez con mayor intensidad la creciente degradación de las condiciones de habitabilidad del mundo burgués; pero de una manera tal que su resistencia a nombrar ese mundo como la auténtica patria, en lugar de abocarnos ya al claus­tro de una interioridad vacía y sublimatoria, nos abre a la certeza de que, pa­radójicamente, el único verdadero hogar posible para nosotros está ahí afue­ra, a la intemperie, con la cabeza descubierta bajo la tormenta (Wie wenn am Feiertage), para recibir del rayo de dioses lejanos, a la vez, tanto lo bello co­mo lo siniestro, tanto la promesa de su venida como el imposible cumplimiento, Este cariz trágico del alma bella, atisbado aún por el joven Hegel, es el que Hölderlin procuró explorar.

[21] Hölderlin, Da ich ein Knabe war… versos 26-27.

[22]Eduardo Subirats, Figuras de la conciencia desdichada. Madrid, Taurus, 1979, p. 158.

[23] Subirats, op. cit., p. 31.

[24]  A este mismo año de 1831 pertenece también un relato breve de Mary She­lley titulado Transformation (cuyo conocimiento debo a la gentileza de Carmen Virgili), donde vuelve a resonar ese tono edificante, cuando en los pri­meros párrafos el protagonista se pregunta si acaso el mero hecho de contar una historia como la suya no supone ya tentar a ¡a providencia, recurso lite­rario éste, por lo demás, nada infrecuente en sus obras, al cual responde siem­pre M. Shelley dando paso a la transgresión que el propio narrar representa: "Why tell a tale of impious tempting of Providence, and soul-subduing humiliation? Why? answer we, ye who are wise in the secrets of human nature! I only know that so it is".

Más explícita aún resulta la reflexión que se hace Guido, protagonista de la escalofriante aventura, en el momento crucial de la misma: Guido ha visto có­mo su carácter orgulloso v altanero le ha llevado a dilapidar la herencia pa­terna, a arruinar luego su compromiso matrimonial con Juliet, hija cíe su be­nefactor, el marqués Torella, llegando incluso a desafiar a éste para obtener tan sólo el destierro y la miseria. En su incierto vagabundeo, ha arribado a una solitaria playa, donde tiene lugar su encuentro con una criatura deforme, mas demoníaca que humana, que le propone un siniestro pacto; le entregará a Gui­do todos los poderes y riquezas que posee a cambio de que éste consienta en mudar su bello cuerpo con el de él por espacio de tres días. Tan singular pro­puesta le hace en principio dudar: "It was tempting Providence to interchange talk with this magician. But Power, in all its shapes. ist venerable to man".

Finalmente, la voluntad prometeica de poder se impone a todo piadoso te­mor de los designios de la Providencia y. sellado el pacto, se produce la trans­formación. Ambos se separan durante e¡ plazo previsto. Pasados tres días, sin embargo, Guido comprende que el extraño ser no va a regresar a su antigua apariencia. Un sueño le revela cuál es la verdadera intención del monstruo: usurpar su cuerpo para presentarse así ante Torella. solicitando su perdón y É mano de Juliet. Apresado dentro de una horrible figura y temeroso de perder para siempre a su amada, Guido abandona su destierro y marcha decidido en busca del impostor y de su propio destino. Un inesperado desenlace, que ex­cuso comentar aquí con detalle, hará exclamar a Guido, al término de la narración, algo que muestra una vez más la deliberada ambigüedad con la que en este punto M. Shelley suele tejer la trama de sus relatos: "I often think (...) that it might be a good rather than an evil spirit".

[25] M, Sheiley, Frankenstein o el moderno Prometeo, ed. cit., p. 260.


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