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EL SURREALISMO La
última instantánea de la
inteligencia europea (1929) Traducción
de Jesús Aguirre Taurus Ed., Madrid
1980 Las corrientes
espirituales pueden
alcanzar una pendiente suficientemente agudizada para que el
crítico edifique
en ellas su central de fuerza. Esa pendiente es la que produce en
cuanto al
surrealismo la diferencia de nivel entre Francia y Alemania. Lo que
surgió en
Francia en el año 1919 en el círculo de algunos literatos
(nombraremos en
seguida los nombres más importantes: André Breton, Louis
Aragon, Philippe
Soupault, Robert Desnos, Paul Eluard), puede que no sea más que
un delgado
arroyuelo alimentado por el húmedo aburrimiento de la Europa de
la postguerra y
por los últimos canales de la decadencia francesa. Los
sabelotodo, que todavía
hoy no han ido más allá de los "auténticos
orígenes" del movimiento y
que nada saben decir de él sino que una vez más se trata
de una camarilla de
literatos mixtificadores de la honorable vida pública, son algo
así como una
reunión de expertos que, junto a la fuente, llegan, tras
reflexionar
maduramente, a la convicción de que el pequeño arroyuelo
jamás impulsará
turbinas. El meditador
alemán no está junto a
la fuente. Y ésa es su suerte. Está en el valle. Y puede
calcular las energías
del movimiento. En cuanto alemán, está hace ya tiempo
familiarizado con la
crisis de la inteligencia, o dicho más exactamente, con la del
concepto
humanista de la libertad. Sabe además qué libertad
frenética se ha despertado
por salir del estadio de las eternas discusiones y llegar a cualquier
precio a
una decisión. Ha tenido también que experimentar en su
propia carne una
posición sumamente expuesta entre la fronda anarquista y la
disciplina
revolucionaria. Por todo ello no merece excusa, si tuviera al
movimiento, en
una primera apariencia superficialísima, por "artístico",
"poético". Si lo fue en los comienzos, también Breton
explicó
entonces su voluntad de romper con una praxis que expone al
público las
sedimentaciones literarias de una determinada forma de existencia,
ocultándole
en cambio esa forma de existencia. Lo cual significa, formulado
más breve y
dialécticamente: se ha hecho saltar desde dentro el
ámbito de la creación
literaria en cuanto que un círculo de hombres en estrecha
unión ha empujado la
"vida literaria" hasta los límites extremos de lo posible. Y se
les
puede creer literalmente, cuando afirman que la Saison en enfer de
Rimbaud no tiene ya para ellos ningún misterio. Puesto que de
hecho es ese
libro el primer documento del movimiento. (De los últimos
tiempos. En cuanto a
predecesores más antiguos hablaremos luego.) ¿Se puede
expresar el caso de que
se trata más definitivamente, con mayor brillantez que la de
Rimbaud en el
ejemplar que manejaba del libro citado? Donde dice: "sobre la seda de
los
mares y de las flores árticas", escribe más tarde en el
margen: "No
existen." En un tiempo,
1924, en que la
evolución no se preveía todavía, ha mostrado
Aragon en su Vague de rêves la
sustancia imperceptible, marginal, en la que originalmente se enfundaba
el embrión
dialéctico que se ha desarrollado en el surrealismo. Porque no
cabe duda de que
el estadio heroico, del que Aragon nos ha legado el catálogo de
personajes, se
ha terminado. En tales movimientos hay siempre un instante en que la
tensión
original de la sociedad secreta tiene que explotar en la lucha
objetiva,
profana por el poder y el dominio, o de lo contrario se
transformará y se
desmoronará como manifestación pública. En esta
fase de transformación está
ahora el surrealismo. Pero entonces, cuando irrumpió sobre sus
fundadores en
figura de ola que inspira sueños, parecía lo más
integral, lo más concluyente,
lo más absoluto. Todo aquello con lo que entraba en contacto se
integraba. La
vida parecía que sólo merecía la pena de vivirse,
cuando el umbral entre la
vigilia y el sueño quedaba desbordado como por el paso de
imágenes que se
agitan en masa; el lenguaje era sólo lenguaje, si el sonido y la
imagen, la
imagen y el sonido, se interpenetraban con una exactitud
automática, tan
felizmente que ya no quedaba ningún resquicio para el grosor del
"sentido". Imagen y lenguaje tienen precedencia. Saint-Paul Roux fija
en su puerta, cuando por la mañana se retira a dormir, un
letrero: "Le
poète travaille". Breton advierte: "Calma. Quiero adentrarme a
donde
nadie se ha adentrado. Calma. Tras de ti, lenguaje amadísimo."
El lenguaje
tiene la precedencia. Y no sólo
antes que el sentido. En
el andamiaje del mundo el sueño afloja la individualidad como si
fuese un
diente cariado. Y este relajamiento del yo por medio de la ebriedad es
además
la fértil, viva experiencia que permite a esos hombres salir de
su fascinación
ebria. Pero no es éste el lugar de acotar la experiencia
surrealista en toda su
determinación. Quien perciba que en los escritos de este
círculo no se trata de
literatura, sino de otra cosa: de manifestación, de consigna, de
documento, de
"bluff", de falsificación si se quiere, pero, sobre todo, no de
literatura; ése sabrá también que de lo que se
habla literalmente es de
experiencias, no de teorías o mucho menos de fantasmas. Y esas
experiencias de
ningún modo reducen al sueño, a las horas de fumar opio o
mascar haschisch. Es
un gran error pensar que sólo conocemos de las "experiencias
surrealistas" los éxtasis religiosos o los éxtasis de las
drogas. Opio del
pueblo ha llamado Lenin a la religión, aproximando estas dos
cosas más de lo
que les gustaría a los surrealistas. Hablaremos de la
rebelión amarga,
apasionada, en contra del catolicismo, que así es como Rimbaud,
Lautréamont,
Apollinaire trajeron al mundo el surrealismo. Pero la verdadera
superación
creadora de la iluminación religiosa no está, desde
luego, en los
estupefacientes. Está en una iluminación profana de
inspiración
materialista, antropológica, de la que el haschisch, el opio u
otra droga no
son más que escuela primaria. (Pero peligrosa. Y la de las
religiones es más
estricta todavía.) Esa
iluminación profana no siempre
ha encontrado al surrealismo a su altura, a la suya y a la de él
mismo.
Escritos como el incomparable Paysan de Paris, de Aragon, y la
Nadja,
de Breton, que son los que la denotan con más fuerza,
muestran en este
punto claras deficiencias. Así hay en Nadja un pasaje
excelente sobre
los "arrebatadores días de saqueo parisiense en el signo de
Sacco y
Vanzetti"; Breton concluye con toda seguridad que el boulevard
Bonne-Nouvelle ha cumplido en esos días la promesa
estratégica de revuelta que
siempre ha dado su nombre. Pero también aparece una tal Sacco,
que no es la
mujer de la víctima de Fuller, sino una "voyante", una adivina,
que
vive en el 3 de la rue des Usines y que sabe contarle a Paul Eluard que
nada
bueno tiene que esperar de Nadja. Confesemos entonces que los caminos
del
surrealismo van por tejados, pararrayos, goteras, barandas, veletas,
artesonados (todos los ornamentos le sirven al que escala fachadas);
confesemos
que además llegan hasta el húmedo cuarto trasero del
espiritismo. Pero no le
oímos de buen grado golpear tímidamente los vidrios de
las ventanas para
preguntar por su futuro. ¿Quién no quisiera saber a estos
hijos adoptivos de la
revolución exactísimamente separados de todo lo que se
ventila en los
conventículos de trasnochadas damas pensionistas, de oficiales
retirados, de
especuladores emigrados? Por lo
demás, el libro de Breton
está hecho para ilustrar algunos rasgos fundamentales de esa
"iluminación
profana". El mismo llama a Nadja un "livre à la porte
battante". (En Moscú vivía yo en un hotel, cuyas
habitaciones estaban casi
todas ocupadas por lamas tibetanos, que habían venido a la
ciudad para un
congreso de todas las iglesias budistas. Me llamó la
atención la cantidad de
puertas constantemente entornadas en los pasillos. Lo que al comienzo
parecía
casualidad terminó por resultarme misterioso. Supe entonces que
en esas
habitaciones se alojaban los miembros de una secta que habían
prometido no
morar nunca en espacios cerrados. El susto que experimenté es el
que debe
percibir el lector de Nadja) Vivir en una casa de cristal es la
virtud
revolucionaria par excellence. Es una ebriedad, un
exhibicionismo moral
que necesitamos mucho. La discreción en los asuntos de la propia
existencia ha
pasado de virtud aristocrática a ser cada vez más
cuestión de pequeños
burgueses arribistas. Nadja ha encontrado la verdadera
síntesis creadora
entre novela artística y novela en clave. Basta sólo
con tomar al amor en
serio —y a ello lleva Nadja— para reconocer en él una
"iluminación
profana". Así cuenta el autor: "Entonces (es decir: en el tiempo
de
su trato con Nadja) me ocupé mucho de la época de Luis
VII, porque era la época
de las "cortes de amor", y procuré representarme con gran
intensidad
cómo era aquella vida." Sobre el amor cortesano provenzal
sabemos, por
medio de un autor nuevo, cosas más exactas y sorprendentemente
próximas a la
concepción surrealista del amor. "Todos los poetas de "estilo
nuevo" poseen —dice Erich Auerbach en su excelente obra acerca de Dante
como poeta del mundo terreno— una amada mística y a todos les
suceden las
mismas especiales aventuras amorosas, ya que a todos les otorga o les
niega
Amore dones que más se asemejan a una iluminación que a
un goce sensual; todos
pertenecen a una especie de unión secreta que determina su vida
interior y tal
vez también la exterior." Se trata de suyo de la
dialéctica de la
ebriedad. ¿No es quizá todo éxtasis en un mundo
sobriedad que avergüenza en el
complementario? ¿Acaso quiere otra cosa el amor cortesano (que
es el que une a
Breton, y no el amor, con la muchacha telepática) que
identificar la castidad
con el arrobamiento? Arrobamiento a un mundo que no sólo limita
con criptas del
Sagrado Corazón de Jesús o con altares marianos, sino que
cada mañana está ante
una batalla o tras una victoria. La dama es lo
más insignificante en
el amor esotérico. Y así también en Breton.
Está más cerca de las cosas de las
que está cerca Nadja que de ella misma. ¿Cuáles
son, pues, esas cosas de las
que está cerca? Su canon resulta en cuanto al surrealismo
enormemente
ilustrativo. ¿Por dónde empezar? Puede pagarse de haber
hecho un descubrimiento
sorprendente. Tropezó por de pronto con las energías
revolucionarias que se
manifiestan en lo "anticuado", en las primeras construcciones de
hierro, en los primeros edificios de fábricas, en las fotos
antiguas, en los
objetos que comienzan a caer en desuso, en los pianos de cola de los
salones,
en las ropas de hace más de cinco años, en los locales de
reuniones mundanas
que empiezan a no estar ya en boga. Nadie mejor que estos autores puede
dar una
idea tan exacta de cómo están estas cosas respecto de la
revolución. Antes que
estos visionarios e intérpretes de signos nadie se había
percatado de cómo la
miseria (y no sólo lo social, sino la arquitectónica, la
miseria del interior,
las cosas esclavizadas y que esclavizan) se transpone en nihilismo
revolucionario. Para no hablar de Passage de l'Opéra, de
Aragon: Breton
y Nadja son la pareja amorosa que cumple, si no en acción,
sí en experiencia
revolucionaria, todo lo que hemos experimentado en tristes viajes en
tren (los
trenes comienzan a envejecer), en tardes de domingo dejadas de la mano
de Dios
en los barrios proletarios de las grandes ciudades, en la primera
mirada a
través de una ventana mojada por la lluvia en una casa nueva.
Hacen que
exploten las poderosas fuerzas de la "Stimmung" escondidas en esas
cosas. ¿Cómo creemos que se configuraría una vida
que en el instante decisivo
se dejara determinar por la última copla callejera que
está de moda? La treta que
domina este mundo de
cosas (es más honesto hablar aquí de treta que de
método) consiste en permutar
la mirada histórica sobre lo que ya ha sido por la
política. "Abríos
tumbas, vosotros, muertos de las pinacotecas, cadáveres de
detrás de los
biombos, en los palacios, en los castillos y en los monasterios;
aquí está el
fabuloso portero, que tiene en las manos un manojo de llaves de todos
los tiempos,
que sabe cómo hay que escaparse de los más encubiertos
castillos y que os
invita a avanzar en medio del mundo actual, a mezclaros entre los
cargadores,
los mecánicos, a los que el dinero ennoblece, a poneros
cómodos en sus
automóviles, que son hermosos como armaduras del tiempo de
caballerías, a tomar
sitio en los coches-camas internacionales, y a transpirar junto con
todas las
gentes que todavía hoy están orgullosas de sus
privilegios. Pero la
civilización acabará con ellos en breve." Su amigo Henri
Hertz pone este
discurso en boca de Apollinaire. Y de Apollinaire es la técnica.
En su volumen
de novelas cortas, L'Hérésiarque la utiliza con
cálculo maquiavélico
para desinflar al catolicismo (al que se apegaba interiormente). En el centro de
este mundo de cosas
está el más soñado de sus objetos, la misma ciudad
de París. Pero sólo la
revuelta extrae por completo su rostro surrealista. (Calles
vacías de gente, en
las que los silbidos y los disparos dictan la decisión.) Y
ningún rostro es
surrealista en el grado en que lo es el verdadero rostro de una ciudad.
Ningún
cuadro. de Chirico o de Max Ernst puede medirse con los vigorosos
perfiles de
sus fortines interiores, que primero han de ser conquistados y ocupados
para
llegar a dominar su suerte, dominar lo que es suyo en su suerte, en la
suerte
de sus masas. Nadja es un
exponente de esas masas y de lo que las inspira revolucionariarnente:
"La
grande inconscience vive et sonore qui m'inspire mes seuls actes
probants dans
le sens ou totijours je veux prouver qu'elle dispose à tout
jamais de tout ce
qui est à moi." Aquí encontramos
por tanto la
consignación de esas fortificaciones, comenzando por esa Place
Maubert, en la
que como en ningún otro sitio ha conservado la suciedad su
entero poderío
simbólico, hasta aquel "Théâtre Moderne", que no
haber conocido me
llena de desconsuelo. La descripción de Breton del bar en el
piso alto
("está muy oscuro, con vestíbulos a modo de
túneles en los que uno no es
capaz de encontrarse; un salón en el fondo del mar") es algo que
me recuerda
a un incomprendido ámbito de un antiguo café. Era el
cuarto de atrás en el piso
primero, con sus parejas en una luz azul. Le llamábamos "la
anatomía". Era el último local para el amor. En tales
pasajes interviene
en Breton de manera muy curiosa la fotografía. De las calles,
las puertas, las
plazas de la ciudad, hace ilustraciones de una novela por entregas;
vacía esas
arquitecturas, viejas de siglos, de su trivial evidencia para
enfrentarlas, con
intensidad sumamente original, al suceso representado, al cual, como en
los
antiguos libros para criadas de servicio, remiten citas literales con
indicación del número de la página. Y todos los
lugares de París que surgen
aquí son pasajes en los que lo que hay entre esos hombres se
mueve como una
puerta giratoria. También el
París de los
surrealistas es un "pequeño mundo". Esto es que tampoco en el
grande,
en el cosmos, hay otra cosa. En él hay carrefours en los que
centellean
espectrales las señales de tráfico y están a la
orden del día analogías inimaginables
e imbricaciones de sucesos. Es el espacio del que da noticia la
lírica del
surrealismo. Cosa que hay que advertir, aunque no sea más que
para salir al
paso del obligado malentendido del "arte por el arte". Porque el arte
por el arte casi nunca lo ha sido para que lo tomemos literalmente,
casi
siempre ha sido un pabellón bajo el cual navega una
mercancía que no se puede
declarar porque le falta el nombre. Sería éste el momento
de ir a una obra que
ilustraría como ninguna otra la crisis del arte de la que somos
testigos: una
historia de la creación literaria esotérica. Tampoco es
casualidad que falte.
Puesto que escribirla como reclama ser escrita (esto es no como una
obra
colectiva en la que cada "especialista" aporte lo más digno de
ser
sabido en su terreno, sino como un escrito fundado por quien, por
necesidad
interna, expone menos la historia de un desarrollo que el resurgimiento
original, renovado siempre, de la creación literaria
esotérica), haría de ella
uno de esos textos de confesión erudita con los que hay que
contar en cada
siglo. En su última hoja tendríamos que encontrar la
placa de rayos X del
surrealismo. En la Introduction au discours sur le peu de
réalité sugiere
Breton que el realismo filosófico de la Edad Media está a
la base de la
experiencia poética. Pero ese realismo, su fe, por tanto, en una
existencia
aparte de los conceptos ya fuera, ya dentro de las cosas, ha encontrado
siempre
muy rápidamente el tránsito del reino conceptual
lógico al reino mágico de las
palabras. Y son experimentos mágicos con las palabras, no
jugueteos artísticos,
los apasionados juegos de transformación fonética y
gráfica que desde hace
quince años campean por toda literatura de vanguardia,
llámese ésta futurismo,
dadaísmo o surrealismo. Cómo se interpenetran la
consigna, la fórmula mágica y
el concepto, lo muestran las siguientes frases de Apollinaire en su
último
manifiesto: L'esprit nouveau et les poètes. Dice, pues,
en 1918:
"No hay nada moderno en la poesía que corresponda a la rapidez y
simplicidad con que todos nos hemos acostumbrado a designar por medio
de una
sola palabra entidades tan complejas como una multitud, un pueblo, el
universo.
Pero los poetas actuales llenan esta laguna; sus creaciones
sintéticas producen
nuevas realidades cuya manifestación plástica es tan
compleja como la de las
palabras para lo colectivo." Claro que tanto Apollinaire como Breton
avanzan aún más enérgicamente en la misma
dirección y llevan a cabo la anexión
del surrealismo al mundo entorno, cuando declaran: "Las conquistas de
la ciencia
consisten mucho más que en un pensamiento lógico en un
pensamiento
surrealista." Y cuando, con otras palabras, hacen de la
mixtificación,
cuya cúspide ve Breton en la poesía (opinión muy
defendible), el fundamento del
desarrollo científico y técnico, la integración es
más que tormentosa. Resulta
muy instructivo considerar la apresurada anexión de este
movimiento al
incomprendido milagro de la máquina, comparar las ardientes
fantasías de uno
con las utopías bien ventiladas del otro. Así dice
Apollinaire: "En gran
parte se han realizado las antiguas fábulas. Les toca ahora a
los poetas
imaginar otras nuevas, que a su vez quieran realizar los inventores." "Pensar en
cualquier actividad
humana me hace reír." Esta opinión de Aragon designa con
toda claridad el
camino que ha tenido que recorrer el surrealismo desde sus
orígenes hasta su
politización. En su escrito La révolution et les
intellectuels, Pierre
Naville, que perteneció a este grupo en sus comienzos, dice que
esta evolución
es dialéctica. La enemistad de la burguesía respecto de
cualquier demostración
radical de libertad de espíritu desempeña un papel
capital, importante, en esta
transformación de una actitud contemplativa extrema en una
oposición
revolucionaria. Dicha enemistad ha empujado al surrealismo hacia la
izquierda.
Acontecimientos políticos, sobre todo la guerra de Marruecos,
aceleraron esta
evolución. Con el manifiesto "Los intelectuales contra la guerra
de
Marruecos", aparecido en L'Humanité, se ganó una
plataforma
fundamentalmente distinta a la que caracteriza, por ejemplo, el famoso
escándalo en el banquete de Saint-Pol Roux. Entonces, poco
después de la
guerra, los surrealistas, viendo comprometida, por la presencia de
elementos
nacionalistas, la celebración de uno de sus adorados poetas,
rompieron en
gritos de "¡Viva Alemania!". Se quedaron en los límites
del
escándalo, contra el cual la burguesía, como se sabe, es
tan insensible como
sensible contra toda acción. Los capítulos
"Persecución" y
"Asesinato", de Apollinaire, contienen una descripción famosa de
un
"progrom" de poetas. Las editoriales son asaltadas, los libros de
poemas arrojados al fuego, los poetas muertos a golpes. Y las mismas
escenas
tienen lugar al mismo tiempo en la Tierra entera. En Aragon, la
"imagination",
en el presentimiento de tales horrores, incita a sus tropas a una
última
cruzada. Para entender
estas profecías, así
como la línea que ha alcanzado el surrealismo, es preciso medir
estratégicamente y preguntarse por la índole de
pensamiento que se extiende en
la llamada inteligencia bien pensante de izquierda burguesa. La cual se
manifiesta con suficiente claridad en la orientación actual
respecto de Rusia
de esos círculos. Naturalmente que no hablamos de Béraud,
que ha abierto vía a
la mentira sobre Rusia, ni tampoco de Fabre-Luce, que le sigue, como
buen asno,
trotando por dichas vías, bien cargado con todos los
resentimientos burgueses.
Pero ¡qué problemático es incluso el típico
libro de mediación de Duhamel!
Difícilmente se soporta el lenguaje de teólogo que le
cruza, lenguaje
forzadamente riguroso, forzadamente esforzado y cordial.
¡Qué manido el método,
dictado por el desconocimiento del lenguaje y por el apocamiento, de
empujar
las cosas hacia cualquier iluminación simbólica!
¡Qué traidor su resumen:
"La verdadera, profunda revolución que, en cierto sentido,
podría
transformar la sustancia del alma eslava, no ha ocurrido
todavía." Esto es
lo típico de esta inteligencia francesa de izquierdas
(exactamente igual que de
la rusa): su función positiva proviene por entero de un
sentimiento de
obligación, no respecto de la revolución, sino de la
cultura heredada. Su
ejecutoria colectiva se acerca, en lo que tiene de positiva, a la de
los
conservadores. Pero política y económicamente
habrá que contar siempre con el
peligro de que hagan sabotaje. Lo
característico de esta posición
burguesa de izquierdas es el maridaje incurable de moral idealista con
praxis
política. Ciertos elementos medulares del surrealismo, incluso
de la tradición
surrealista, sólo se entenderán en contraste con los
compromisos desvalidos de
la "Gesinnung". Aunque en orden a ese entendimiento no es que hayan
pasado muchas cosas. Demasiado seductor ha sido captar, en un
inventario del
snobismo, el satanismo de un Rimbaud o de un Lautréamont como
contrapeso del
arte por el arte. Pero si uno se resuelve a abrir ese romántico
cajón secreto,
encontrará en él algo útil. Encontrará el
culto del mal como un aparato
romántico de desinfección y aislamiento contra todo
dilettantismo moralizante.
En esta convicción tropezaremos en Breton con el escenario de
una pieza
tremenda, en cuyo centro está, en retrospectiva quizá de
un par de décadas, una
violación infantil. Entre los años 1865 y 1875 algunos
grandes anarquistas, sin
saber los unos de los otros, trabajaron en sus máquinas
infernales. Y lo que
resulta sorprendente: independientemente unos de otros, pusieron su
reloj a la
misma hora, y cuarenta años más tarde explotaron en
Europa occidental a tiempo
simultáneo los escritos de Dostoyevski, de Rimbaud y de
Lautréamont. Para ser
más exactos podríamos destacar en la obra completa de
Dostoyevski el pasaje
publicado por primera vez en 1915: "La confesión de Stavrogin"
en Los
endemoniados. Este capítulo, que está en estrecho
contacto con el tercer
canto de los Chants de Maldorar, contiene una
justificación del mal, que
expresa ciertos motivos del surrealismo con mayor fuerza que la que
logra
cualquiera de sus actuales portavoces. Porque Stavrogin es un
surrealista
"avant la lettre". Nadie como él ha captado la falta de
vislumbre con
la que el cursi opina que el bien, con todas las virtudes de quien lo
ejerza,
está inspirado por Dios; pero que el mal procede enteramente de
nuestra
espontaneidad y por eso somos en él independientes, somos en
él seres
instalados en nosotros mismos. Nadie como él ha visto en la
acción más indigna,
y precisamente en ella, la inspiración. Igual que el
burgués idealista hace con
la virtud, percibe él la infamia como algo preformado en el
curso del mundo, en
nosotros mismos, como algo que nos acercan, si es que no nos lo
imponen. El
Dios de Dostoyevski no sólo ha creado el cielo y la tierra, el
hombre y el
animal, sino además la indignidad, la venganza, la crueldad.
Tampoco en esta
obra le ha dejado entrometerse al diablo. Por eso aparece el mal en
él con
entera originalidad, quizá no "espléndido", pero
sí siempre nuevo,
"como en el primer día", a miles de kilómetros de los
clichés en que
a los filisteos se les aparece el pecado. La gran
tensión, que capacita a los
poetas aludidos para su sorprendente efecto a distancia, queda
documentada, si
bien de manera ridícula, por la carta que Isidore Ducasse dirige
el 23 de
octubre de 1869 a su editor para hacer plausible su poesía. Se
coloca en una
línea con Mickiewicz, Milton, Southey, Alfred de Musset,
Baudelaire, y dice:
"Claro que he adoptado un tono más lleno, para introducir algo
nuevo en
esta literatura, que sólo canta la desesperación para que
el deprimido lector
añore con más fuerza el bien como medio de
salvación. Esto es que a la postre
sólo se canta al bien, aunque el método sea más
filosófico y menos ingenuo que
el de la antigua escuela, de la que todavía viven Víctor
Hugo y algunos
otros." Pero si el errático libro de Lautréamont
está en algún contexto,
permite que se le instale en uno, será éste el de la
insurrección. Por ello era
comprensible, y de suyo no carecía de intuición,
intentar, como hizo Soupault
en 1927 para la edición de sus obras completas escribir una vita
politica de
Isidore Ducasse. Por desgracia no hay documentos al respecto y los que
aportó
Soupault consistían en una confusión. En cambio el ensayo
correspondiente se
logró por suerte con Rimbaud y es mérito de Marcel Coulon
haber defendido su
verdadera imagen contra la usurpación católica de Claudel
y Berrichon. Rimbaud
es católico, desde luego; pero lo es, según el mismo lo
expone, en su parte más
miserable, ésa que nunca se cansa de denunciar, de entregar a su
odio y al de
cualquiera, a su desprecio y al de los otros: la parte que le fuerza a
confesar
que no entiende la revuelta. Pero ésta es la confesión de
un hombre de la
Comuna que no llegó a hacer su cometido. Y cuando dio la espalda
a la poesía,
se había ya despedido en sus creaciones más tempranas de
la religión. "A
ti, odio, he confiado mi tesoro", escribe en la Saison en enfer.
Y
en estas palabras podría encaramarse una poética del
surrealismo. Sus raíces
alcanzarían más hondo en los pensamientos de Poe que la
teoría de la
"surprise", del poetizar sorprendido, que procede de Apollinaire. Un concepto
radical de libertad no
lo ha habido en Europa desde Bakunin. Los surrealistas lo tienen. Ellos
son los
primeros en liquidar el esclerótico ideal moralista, humanista y
liberal de
libertad, ya que les consta que "la libertad en esta tierra sólo
se compra
con miles de durísimos sacrificios y que por tanto ha de
disfrutarse, mientras
dure, ilimitadamente, en su plenitud y sin ningún cálculo
pragmático". Lo
cual les prueba que "la lucha por la liberación de la humanidad
en su más
simple figura revolucionaria (que es la liberación en todos los
aspectos) es la
única cosa que queda a la que merezca la pena servir".
¿Pero consiguen
soldar esta experiencia de libertad con la otra experiencia
revolucionaria, la
que tenemos que reconocer, puesto que la teníamos ya: la de lo
constructivo,
dictatorial de la revolución? ¿Cómo nos
representaríamos una existencia, que se
cumpliese por entero en el boulevard Bonne-Nouvelle, en espacios de Le
Corbusier y de Oud? Ganar las fuerzas
de la ebriedad
para la revolución. En torno a ello gira el surrealismo en todos
sus libros y
empresas. De esta tarea puede decir que es la más suya. Nada se
hace por ella
por el hecho de que, como muy bien sabemos, en todo acto revolucionario
esté
viva una componente de ebriedad. Esta componente se identifica con la
anárquica.
Pero poner exclusivamente el acento sobre ella significaría
posponer por
completo la preparación metódica y disciplinaria de la
revolución en favor de
una praxis que oscila entre el ejercicio y la víspera. A lo cual
se añade una
visión corta y nada dialéctica de la naturaleza de la
ebriedad. La estética del
pintor, del poeta "en état de surprise", del arte como
reacción
sorprendida, está presa en algunos prejuicios románticos
catastróficos. Toda
fundamentación de los dones y fenómenos ocultos,
surrealistas, fantasmagóricos,
tiene como presupuesto una implicación dialéctica que
jamás llegará a
apropiarse una cabeza romántica. Subrayar patética o
fanáticamente el lado
enigmático de lo enigmático, no nos hace avanzar.
Más bien penetramos el
misterio sólo en el grado en que lo reencontramos en lo
cotidiano por virtud de
una óptica dialéctica que percibe lo cotidiano como
impenetrable y lo
impenetrable como cotidiano. La investigación apasionada por
ejemplo de
fenómenos telepáticos no nos enseña sobre la
lectura (proceso eminentemente
telepático) ni la mitad de lo que aprendemos sobre dichos
fenómenos por medio
de una iluminación profana, esto es, leyendo. 0 también:
la investigación
apasionada acerca del fumar haschisch no nos enseña sobre el
pensamiento (que es
un narcótico eminente) ni la mitad de lo que aprendemos sobre el
haschisch por
medio de una iluminación profana, esto es, pensando. El lector,
el pensativo,
el que espera, el que callejea son tipos de iluminados igual que el
consumidor
de opio, el soñador, el ebrio. Y, sin embargo, son profanos.
Para no hablar de
esa droga terrible, nosotros mismos, que tomamos en la soledad. Ganar las fuerzas
de la ebriedad
para la revolución. Con otras palabras: ¿política
poética? "Nous en avons
soupé. Todo antes que eso." Nos interesará por tanto
aún más un excurso en
la poemática de las cosas. Puesto que: ¿cuál es el
programa de los partidos
burgueses? Un mal poema de primavera, lleno hasta reventar de
comparaciones. El
socialista ve ese "futuro más bello de nuestros hijos y nietos"
en
que todos se porten "como, si fuesen ángeles" y en que cada uno
tenga
tanto "como si fuese rico" y en que cada uno viva "como si fuese
libre". Pero de ángeles, riqueza, libertad, ni rastro. Todo son
solamente
imágenes. ¿Y cuál es el tesoro imaginero de esos
poetas de los centros
socialdemócratas? ¿Cuál es su "Gradus ad
Parnassum"? El optimismo.
Qué otro es en cambio el aire que se respira en el escrito de
Naville, que hace
de la "organización del pesimismo" la exigencia del día.
En nombre de
sus amigos literarios plantea un ultimatum para que infaliblemente
tenga que
confesar su color ese optimismo diletante y sin conciencia:
¿cuáles son los
presupuestos de la revolución? ¿La modificación de
la actitud interna o la de
las circunstancias exteriores? Esta es la pregunta cardinal que
determina la
relación de política y moral y que no tolera paliativo
alguno. El surrealismo
se ha aproximado más y más a la respuesta comunista. Lo
cual significa:
pesimismo en toda la línea. Así es y plenamente.
Desconfianza en la suerte de
la literatura, desconfianza en la suerte de la libertad, desconfianza
en la
suerte de la humanidad europea, pero sobre todo desconfianza,
desconfianza,
desconfianza en todo entendimiento: entre las clases, entre los
pueblos, entre
éste y aquél. Y sólo una confianza ilimitada en la
I.G. Farben y en el
perfeccionamiento pacífico de las fuerzas aéreas.
¿Y entonces, entonces qué? Adquiere
aquí su derecho la
intuición que, en el Traité du style,
último libro de Aragon, reclama la
distinción entre comparación e imagen. Una
intuición afortunada en cuestiones
de estilo que debe ser prolongada. Prolongación: nunca se
encuentran ambas
—comparación e imagen— tan drástica, tan
irreconciliablemente como en la
política. Organizar el pesimismo no es otra cosa que transportar
fuera de la
política a la metáfora moral y descubrir en el
ámbito de la acción política el
ámbito de las imágenes de pura cepa. Ambito de
imágenes que no se puede ya
medir contemplativamente. Si la tarea de la inteligencia revolucionaria
es
doble: derribar el predominio intelectual de la burguesía y
ganar contacto con
las masas proletarias, en cuanto a la segunda parte de esa tarea ha
fracasado
por completo, puesto que no resulta ya posible hacerse con ella
contemplativamente. Y este, sin embargo, ha estorbado a los menos para
plantearla una y otra vez como contemplativa, invocando, eso sí,
a poetas,
pensadores y artistas proletarios. En contra de ello tuvo Trotski, en Literatura
y revolución, que señalar que sólo puede
resultar de una revolución
victoriosa. En realidad se trata mucho menos de hacer al artista de
procedencia
burguesa maestro del "arte proletario", que de ponerlo en
función,
aun a costa de su efectividad artística, en los lugares
importantes de ese ámbito
de imágenes. ¿No debiera incluso ser tal vez la
interrupción de su
"carrera artística" una parte esencial de esa función? Tanto mejores
serán los chistes que
cuente. Y tanto mejor los contará. Porque también en el
chiste, en el insulto,
en el malentendido, allí donde una acción sea ella misma
la imagen, la
establezca de por sí, la arrebate y la devore, donde la
cercanía se pierda de
vista, es donde se abrirá el ámbito de imágenes
buscado, el mundo de actualidad
integral y polifacética en el que no hay "aposento noble", en
una
palabra, el ámbito en el cual el materialismo político y
la criatura física
comparten al hombre interior, la psique, el individuo (o lo que nos
dé más
rabia) según una justicia dialéctica (esto es, que ni un
solo miembro queda sin
partir). Pero tras esa destrucción dialéctica el
ámbito se hace más concreto,
se hace ámbito de imágenes: ámbito corporal. De
nada sirve; es tiempo de
confesar que el materialismo metafísico de la observancia de
Vogt y de Bujarin
no se deja transponer sin rupturas al materialismo antropológico
tal y como lo
documenta la experiencia de los surrealistas y ya antes la de un Hebel,
un
Georg Büchner, un Nietzsche, un Rimbaud. Queda un residuo.
También lo colectivo
es corpóreo. Y la physis, que se organiza en la técnica,
sólo se genera según
su realidad política y objetiva en el ámbito de
imágenes del que la iluminación
profana hace nuestra casa. Cuando cuerpo e imagen se interpenetran tan
hondamente, que toda tensión revolucionaria se hace
excitación corporal
colectiva y todas las excitaciones corporales de lo colectivo se hacen
descarga
revolucionaria, entonces, y sólo entonces, se habrá
superado la realidad tanto
como el Manifiesto Comunista exige. Por el momento los
surrealistas son
los únicos que han comprendido sus órdenes actuales. Uno
por uno dan su mímica
a cambio del horario de un despertador que a cada minuto anuncia
sesenta
segundos. |