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LA
REACCION CONTRA EL POSITIVISMO EN LA
INVESTIGACION LITERARIA EUROPEA RENÉ WELLEK En Europa, especialmente desde
la Primera Guerra Mundial, se ha producido una reacción contra
los métodos de estudio literario tal como venían siendo
aplicados desde la segunda mitad del siglo xix: contra la simple
acumulación de datos que no guardaban relación entre
sí, y contra toda la presuposición subyacente de que la
literatura debía ser explicada por los métodos de las
ciencias naturales, por la causalidad, por fuerzas exteriores
determinantes tales como las formuladas por Taine en su famoso lema de
race, milieu, moment. En Europa, a este estudio propio del siglo xix,
por lo general se le llama “positivismo” rótulo conveniente que,
no obstante, es algo desorientador porque, de ningún modo, todos
los estudiosos de más edad fueron positivistas, en el sentido de
creer realmente en las enseñanzas de Comte y de Spencer. Si
analizamos el estado de la investigación para los comienzos del
siglo xx, nos damos cuenta de que la reacción desde la segunda
década ha estado orientada contra tres o cuatro rasgos de los
estudios literarios tradicionales, que son completamente distintos
entre sí. Hay, en primer lugar, una despreciable afición
por las antigüedades; “investigar” hasta los detalles más
insignificantes de las vidas y disputas de los autores, semejando una
cacería, y ahondar en las fuentes; en resumen, la
acumulación de hechos aislados, comúnmente defendida por
tener la vaga creencia de que todos esos fundamentos serían
utilizados, alguna vez, para levantar la gran pirámide de la
erudición. Es esta característica de la
investigación tradicional la que ha despertado la crítica
más ridícula, pero, en sí misma, es una actividad
humana inofensiva y hasta útil que se remonta, por lo menos, a
los eruditos de Alejandría y los monjes medievales. Siempre
habrá pedantes y anticuarios; y sus servicios, convenientemente
discriminados, se necesitarán siempre. No obstante, un falso y
pernicioso “historicismo” está frecuentemente vinculado a esta
exageración del valor de los hechos: la idea de que ninguna
teoría o ningún criterio son necesarios para el estudio
del pasado y la idea de que la época presente no merece ser
estudiada o es inaccesible al estudio, según los métodos
de investigación. Un “historicismo” tan exclusivo ha justificado
hasta la negativa a criticar y analizar la literatura. Ha llevado a una
completa resignación ante todo problema estético, a un
escepticismo extremo y, por consiguiente, a una anarquía de
valores.
La alternativa a esta afición por las antigüedades históricas se presentó tardíamente en la estética del siglo xix: hacía énfasis en la experiencia individual de la obra de arte, la cual es, fuera de toda duda, la presuposición de todo fructífero estudio literario, pero que por sí misma sólo puede conducir a un subjetivismo total. No podrá ofrecer la formulación de un cuerpo sistemático de conocimiento, como siempre seguirá siendo, inevitablemente, el propósito de la investigación literaria. Este propósito fue perseguido por el cientificismo del siglo xix, por los numerosos intentos por transferir los métodos de la ciencia natural al estudio de la literatura. Este movimiento en la investigación del siglo xix fue el más intelectualmente coherente y respetado. Pero también aquí debemos distinguir varios motivos: el intento de emular los ideales científicos generales sobre la objetividad, la impersonalidad y la certeza-ensayo que, en conjunto, apoyaba esa exageración del valor de los hechos de índole precientífica. Luego, el esfuerzo por imitar los métodos de la ciencia natural estudiando los antecedentes causales y los orígenes, lo que en la práctica justificó el establecimiento de cualquier clase de relación siempre que fuese posible hacerlo sobre fundamentos cronológicos. Aplicada más rígidamente, se utilizó la causalidad científica para explicar los fenómenos literarios por medio de las causas determinantes de las condiciones económicas, sociales y políticas. Otros estudiosos hasta ensayaron introducir los métodos cuantitativos de la ciencia: la estadística, los cuadros y los gráficos. Y, finalmente, un grupo más ambicioso hizo un ensayo, a gran escala, para emplear los conceptos biológicos en el delineamiento de la evolución de la literatura. Ferdinand Brunetière y John Addington Symonds concibieron la evolución de los géneros a semejanza de las especies biológicas. Por consiguiente, los estudiosos de la literatura se convirtieron en científicos o, más bien, paracientíficos. Puesto que llegaron tarde al campo y manejaban un material que no podrían tratar con propiedad, fueron malos científicos o de segunda categoría, por lo general, que se sentían obligados a defender su tema y sólo vagamente esperanzados en sus métodos de enfoque. Esta es, ciertamente, una caracterización demasiado simplificada de la situación de la investigación literaria para los años de 1900; pero me atrevo a decir que todos reconocemos sus supervivencias de hoy, tanto en los Estados Unidos de Norteamérica como en todas partes. En Europa, varias fueron las causas que impulsaron la reacción en contra de este positivismo. En algo pudo deberse al cambio general de la atmósfera filosófica: el viejo naturalismo había sido desechado en la mayoría de los países cuando Bergson en Francia, Croce en Italia, y una hueste de hombres en Alemania (y en menor extensión en Inglaterra) acababa con el predominio de las antiguas filosofías positivistas para establecer una amplia gama de sistemas idealistas o, al menos, audazmente especulativos como los de Samuel Alexander y A. N. Whitehead, para sólo mencionar algunos ejemplos ingleses. En especial en Alemania, la psicología sobrepasó al antiguo sensualismo y asociacionismo con nuevos conceptos como los de Gestalt o Struktur. Las ciencias naturales también pasaron por una profunda transformación que sería difícil resumir brevemente pero que significó una pérdida de la antigua certeza en los fundamentos de la materia, las leyes de la naturaleza, la causalidad y el determinismo. Las mismas bellas artes y el arte de la literatura reaccionaron contra el realismo y el naturalismo, orientándose hacia un simbolismo y otros “modernismos” cuya victoria tenía que influir, a pesar de lo lenta e indirecta, en el tono y la actitud de la investigación. Pero, y más importante, un grupo de filósofos ofreció una defensa positiva de los métodos de las ciencias históricas, oponiéndolos vivamente a los métodos de las ciencias físicas. No puedo más que indicar algunas de las soluciones por ellos ofrecidas, dado que un minucioso examen incluiría problemas tan intrincados como la clasificación de las ciencias y la naturaleza del método científico. En Alemania, por 1883, Wilhelm Dilthey estableció la distinción entre los métodos de la ciencia natural y los de la historia, en términos de un contraste entre la explicación causal y la comprensión. El científico, aducía Dilthey, explica un suceso por sus antecedentes causales mientras que el historiador trata de comprender su significado en términos de señales o símbolos. El proceso de comprensión es, por lo tanto, necesariamente individual y hasta subjetivo. Un año después, Wilhelm Windelband, el muy conocido historiador de la filosofía, atacó la idea de que las ciencias históricas debían imitar los métodos de las ciencias naturales. Los científicos naturales, aducía, pretenden establecer leyes generales mientras que los historiadores tratan más bien de asir el hecho único y no recurrente. La idea de Windelband fue desarrollada y algo modificada por Heinrich Rickert, quien trazó la línea divisoria no tanto entre los métodos generalizadores e individualizadores como entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias de la cultura. Las ciencias morales, aducía, se interesan en lo concreto y lo individual. Los individuos, no obstante, pueden ser descubiertos y comprendidos sólo en referencia a algún esquema de valores, el cual es, simplemente, otro nombre para la cultura. En Francia, A. D. Xénopol distinguió entre las ciencias naturales, interesadas en los “hechos de repetición” y la historia, interesada en los “hechos de sucesión”. Finalmente, en Italia, Benedetto Croce hizo reclamos más comprehensivos para el método de la historia. Toda historia, para él, es contemporánea, un acto del espíritu, conocible porque es creada por el hombre y, por lo tanto, conocida con mucha mayor certeza que los hechos de la naturaleza. Hay muchas otras teorías de este tipo que tienen un rasgo en común: todas proclaman la independencia de la historia y de las ciencias morales en contra de su sujeción a los métodos de las ciencias naturales. Todas ellas muestran que estas disciplinas tienen sus propios métodos o pudieran tenerlos tan sistemáticos y rigurosos como los de las ciencias naturales. Pero que su objetivo es diferente y su método es distinto; y, por consiguiente, no hay necesidad de imitar y envidiar a las ciencias naturales. Todas estas teorías también concuerdan en el rechazo a aceptar una solución fácil que muchos científicos y hasta estudiosos de las Humanidades parecen propiciar. Rehúsan admitir que la historia o el estudio de la literatura son simplemente un arte, es decir, una empresa de libre creación no intelectual, no conceptual. La investigación histórica así como la literaria, aunque no son ciencia natural, son un sistema de conocimiento organizado con sus propios métodos y objetivos, no una colección de actos creadores o registros de simples impresiones individuales. Echemos una ojeada a diferentes países europeos para ver cuán lejos han ido sus reacciones en cada uno de los casos y cuáles alternativas han sido propuestas a los métodos de la investigación literaria del siglo xix. Me veré forzado a ignorar o a considerar superficialmente algunos países, pero, a pesar de estas limitaciones, algo así como un mapa espiritual de Europa debía producirse si la investigación literaria es, en algún modo, una indicación de la situación intelectual general de un país. Comenzaré por Francia puesto que me parece es el país menos afectado por esta reacción. Las razones de este conservadurismo francés, tal vez sorprendente, no son muy difíciles de localizar. La invasión del organizado positivismo literario alemán nunca llegó a dominar en Francia; y sus historiadores literarios, a pesar de sus objetivos naturalistas, conservaron una estética y un sentido crítico admirables. Ferdinand Brunetière, aunque influido profundamente por el evolucionismo biológico, se las arregló para seguir siendo un clasicista y un católico-romano; y Gustave Lanson combinó el ideal científico con las concepciones de un alma nacional y sus aspiraciones espirituales. El positivismo triunfó en Francia mucho más recientemente, justo después de la Primera Guerra Mundial: La thèse profundamente documentada; las amplias ramificaciones de una escuela de literatura comparada bien organizada, e inspirada por Fernand Baldensperger; los éxitos de los estudiosos que proveyeron ediciones de los clásicos franceses, detalladas al extremo, las teorías de Daniel Mornet, quien exigía una historia literaria “integral” de los autores de menor y hasta de los sin ninguna importancia –todos estos son síntomas de que Francia intentó ponerse al día con la investigación puramente histórica del siglo xix. Pero en Francia hay también signos de un cambio que tiende, como en todas partes, hacia dos direcciones: hacia una nueva síntesis y hacia un nuevo análisis. Los historiadores literarios franceses tenían particularmente la ventaja en lo que a las historias de las ideas audazmente estructuradas se refiere. Por ejemplo, La Crise de la conscience européenne, de Paul Hazard, es una hábil exposición del cambio que se produjo en Europa al final del siglo xvii, y Hazard trabaja con la concepción de un espíritu europeo fuera del campo de acción de los viejos métodos positivistas. El naturalismo también fue abandonado en los estudios de los efectos del escolasticismo sobre la literatura, por católicos profesantes como Etienne Gilson, o por Abbé Bremond, en su voluminosa Literary History of the Religious Sentiment in France. En estudios más definidamente literarios, Louis Cazamian ha intentado construir un esquema teórico de la evolución psicológica de la historia de la literatura inglesa, concebida como una serie de aceleradas oscilaciones, siempre en aumento, del espíritu nacional inglés, las cuales se producen entre los extremos del sentimiento y del intelecto. Cualquiera sea nuestra opinión sobre el éxito del esquema en su aplicación particular (y por mi parte creo que uno de ellos violenta la compleja realidad de los cambios literarios) éste constituyó, por lo menos, un intento por lograr una filosofía casi metafísica de la historia, aplicada a la literatura. Paul van Tieghem ha promovido la concepción de una “literatura general”, opuesta al estudio aislado y aislante de las influencias, tal como era puesto en práctica por los comparatistas: un concepto que da por establecida la unidad de la tradición literaria europea occidental. Su propia práctica es, no obstante, desagradablemente convencional, de aquí que simplemente esboza las modas literarias como el Osianismo a través de todos los países europeos. También, en los estudios de la literatura, más exclusivamente analítica, conozco poca evidencia de una reorientación completa. El método de explication de textes (que debe ser bien recibido como el primer progenitor del saludable movimiento vuelta-al-texto, de los recientes estudios literarios) está demasiado apegado a lo filológico y exegético para ser algo más que un artificio útil de la pedagogía literaria. El problema parece muy diferente en Italia. Allí la influencia de un filósofo idealista que era, a la vez, un distinguido historiador y crítico literario, ha transformado los estudios literarios. Benedetto Croce escribió con frecuencia sobre los problemas de la investigación literaria desde que publicó su primer folleto sobre crítica literaria, en 1894, hasta su muerte en 1952, argumentando consistentemente en contra de las prácticas mecánicas y acríticas de la investigación rutinaria de su tiempo. Hizo revivir el interés por Francesco de Sanctis, el historiador hegeliano de la literatura italiana. Muy pronto logró hacer que la atención se centralizara alrededor de los problemas estéticos y teóricos de la literatura sin perder un sentido muy intenso del pasado. Él mismo contribuyó notablemente a la crítica literaria con sus estudios sobre Dante, Ariosto, Shakespeare, Corneille, Goethe, y una crítica muy severa de la poesía del siglo xix. No obstante, consideradas en particular, muchas de sus teorías me parecen pasos dados en una dirección equivocada. Su teoría del arte como expresión condujo al abandono de problemas tan reales como el de los géneros literarios o de la evolución literaria. Su aguda distinción entre la poesía y la literatura parece bastante insostenible. Croce exige una historia de la poesía que no vendría a ser sino una política aplicada, y una historia de la literatura que vendría a formar parte de una historia de la civilización. Parece imposible mantener tal distinción dividiendo a la literatura en una serie de cimas de la poesía y en valles separados por algunos impenetrables bancos de nubes. El excesivo individualismo e impresionismo de Croce explica por qué la reciente investigación italiana ha retornado, en gran medida, a la biografía estética y espiritual. Bertoni, Donadoni, Luigi Russo y Borgese, este último el más autónomo, han elaborado, todos, monografías y ensayos críticos antes que historia literaria. Uno de los críticos más dotados, Mario Praz, hasta llega a constituir un retorno a una psicografía espiritualizada. Sus estudios de Marlowe, Donne y Crashaw, así como el libro titulado en inglés The Romantic Agony, pero más correctamente descrito por su título italiano como un tratado de Flesh, Death, and the Devil in Romantic Literature, representan magníficos logros de un sutil método psicoanalítico. En conjunto, el nuevo idealismo parece haber prevalecido casi totalmente en Italia: hasta ha invadido al periodismo literario y a esa ciencia refractaria, la lingüística. Su método especulativo general ha afectado aun a aquellos que continúan sin estar convencidos por los sistemas de Croce o de Gentile. La situación en Inglaterra es mucho menos fácil de clasificar. En ella prevalecen dos tradiciones en la investigación literaria: la pura afición por las antigüedades que, con el método de la nueva “bibliografía” (crítica textual y de “altura”, principalmente de Shakespeare), tal como la ejercieron W. W. Greg y Dover Wilson, llegó a ser muy influyente en las últimas décadas; y el ensayo crítico personal que frecuentemente degeneró en una ostentación de la más consumada ridiculez irresponsable. La desconfianza hacia el intelecto y hacia todo conocimiento organizado, aparentemente ha llegado más lejos que en ningún otro país, al menos en la investigación académica. La conformidad ante cualquier problema algo difícil y abstracto, el ilimitado escepticismo sobre las posibilidades de un enfoque racional de la poesía, y, por consiguiente, la ausencia total de toda reflexión sobre los problemas fundamentales de la metodología parecen haber sido característica, al menos, del grupo más viejo de investigadores. Por considerar un ejemplo: H. W. Garrod afirma que la poesía ha de ser “algo sutil o no es nada” y que la mejor crítica es la hecha con “la menor preocupación, con la mínima disposición a romperse la cabeza ante los problemas últimos”. Los que ocasionalmente reflexionaron sobre las implicaciones de su obra, terminaron o en un vago misticismo religioso, como Sir Arthur Quiller-Couch, o, como F. L. Lucas, en un impresionismo y subjetivismo puramente estético. Pero también en Inglaterra ha tenido lugar una reacción que ha tomado dos direcciones distintas: una es el método de I. A. Richards, propuesto en sus Principles of Literary Criticism (1924) y mejor aplicado en su Practical Criticism (1929). Richards es ante todo, por supuesto, un psicólogo y un semántico que se interesa por los efectos terapéuticos de la poesía, por la respuesta del lector y el control de sus impulsos. Las implicaciones de su teoría son completamente naturalistas y positivistas; por momentos nos refiere, con una ingenuidad casi temeraria, a las “escondidas selvas de la neurología”. Es difícil ver la utilidad que para la literatura tiene este supuestamente equilibrado estado mental del lector, puesto que el mismo Richards, se ve obligado a admitir que dicho estado puede ser inducido por casi todo objeto o movimiento, prescindiendo de su propósito estético. Pero toda teoría que haga recaer el peso de su fuerza en los efectos sobre la mente individual del lector está sujeta a llevar a una completa anarquía de valores y, en definitiva, a un estéril escepticismo. El mismo Richards ha esbozado esta conclusión diciendo que “es menos importante que nos agrade la ‘buena’ poesía o que no nos agrade la ‘mala’ que el ser capaz de usar ambas como medios para poner en orden nuestras mentes”. Esto significaría que la poesía es buena o mala según mis necesidades psíquicas momentáneas; y que la anarquía es la consecuencia lógica del rechazo a considerar la estructura objetiva de una obra de arte. Afortunadamente, en su ejercicio crítico, el señor Richards, la mayoría de las veces, deja su teoría a un lado. Ha llegado a comprender cuál es el significado total y múltiple de una obra de arte y ha animado a otros para que apliquen, a nuevos usos, sus técnicas del análisis del significado. Su mejor discípulo, William Empson, en sus Seven Types of Ambiguity, ha hecho más que ningún otro por instaurar los sutiles y algunas veces demasiado ingeniosos análisis de la dicción poética y sus implicaciones, los cuales están dando sus frutos hoy tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos de Norteamérica. F. R. Leavis, primer editor del Scrutiny, de Cambridge, y maestro influyente, ha aplicado los métodos de Richards con mucha sensibilidad y los ha combinado con una revaloración de la historia de la poesía inglesa iniciada, con certeza dogmática, en los ensayos de T. S. Eliot. Sin abandonar los métodos de Richards para la interpretación de la poesía, Leavis deja de lado su equipo seudocientífico. Sin menospreciar la actitud crítica de Eliot hacia la civilización moderna, rehúsa seguirle al campo del anglocatolicismo. Su énfasis en la unidad de una obra de arte, su concepción de la tradición, su vivo rechazo de una distinción artificial entre la historia literaria y la crítica son, todos, rasgos determinantes del movimiento antipositivista. Geoffrey Tillotson ha aplicado también los métodos de Richards relativos al estudio literal del texto a la poesía de Pope, con gran sensibilidad y mucha facultad de discriminación. Pero, en el prefacio a un volumen de los Essays in Criticism and Research, defiende una confusa teoría sobre la reconstrucción histórica, y su propia práctica sigue estando, en gran parte, en el nivel de las inconexas observaciones atomísticas. Un enfoque diferente del estudio literario es, en Inglaterra, el afiliado al resurgimiento del neohegelianismo y su concepción de la evolución dialéctica. El gran medievalista, W. P. Ker, en sus últimos libros, comenzó a exponer la concepción de una evolución del género como si se tratase de un modelo casi platónico. Con sabiduría y habilidad, C. S. Lewis, en su Allegory of Love, combina un esquema evolutivo del género histórico con la historia de la actitud del hombre hacia el amor y el matrimonio. Lewis, además, argumenta ingeniosamente contra la “herejía per-sonal en la crítica”, la exageración común del contexto biográfico y psicológico de la literatura. Es lástima que Lewis, en su obra más reciente, haya llegado a la defensa de las convenciones aristocráticas y haya atacado la mayor parte de lo que es vital en la literatura moderna. F. W. Bateson es el único inglés que ha demostrado tener clara conciencia del problema de una historia de la literatura que no sea un mero espejo del cambio social. Todos los estudiosos ingleses tienen una deuda de gratitud hacia él, por haber editado la Cambridge Bibliography of English Literature. En The English Language and English Poetry, Bateson critica la “ausencia de toda discriminación y la absoluta falta de un sentido de la proporción en la investigación moderna”, así como el error de los historiadores del siglo XIX que consideran la literatura como el simple producto de las fuerzas sociales. Su propia solución, una historia de la poesía inglesa en estrecha relación con el cambio lingüístico, es menos convincente al reintroducir, de ese modo, la dependencia unilateral de la evolución literaria en una sola fuerza externa. Pero, al menos, ha roto radicalmente con las preconcepciones positivistas y planteado el problema central de una genuina historia literaria. Nuevos puntos de vista y métodos comienzan a prevalecer también en la historia de las ideas vinculada estrechamente a la historia literaria, en Inglaterra. La obra de Basil Willey, Seventeenth Century Background, está escrita como para ilustrar la tesis de T. S. Eliot sobre la unificada sensibilidad del siglo xvii y su desintegración en la última mitad del mismo. Esta obra de Willey constituye, en verdad, una concepción de la historia del hombre y de la poesía de marcada tendencia antinaturalista. No obstante, la reacción contra el positivismo, en Inglaterra, en su conjunto es asistemática, errática, y, con frecuencia, muy poco clara en cuanto a sus implicaciones y afiliaciones filosóficas. La teoría parece estar todavía demasiado obsesionada por una psicología vagamente neurológica. Pero, al menos, se ha difundido la insatisfacción hacia el viejo tipo de investigación literaria. La situación es muy diferente en Alemania. Allí, más que en ningún otro país, se produjo una verdadera batalla de los métodos desde el comienzo del siglo xx. Alemania, cuna de la filología y bastión de la historia literaria filológica durante el siglo xix, reaccionó muy aguda y violentamente en contra de sus métodos. Esta reacción siguió todas las direcciones posibles, llegando, como es aparentemente habitual en este país, a extremos inimaginables. Uno de los grupos que llegó más lejos en su desprecio hacia la investigación tradicional fue el círculo que rodeó al poeta Stefan George y cultivó una servil adoración a su misión, un extravagante culto al héroe hacia unas cuantas grandes figuras del pasado, y un estudiado desprecio hacia los procesos ordinarios de la investigación paciente y la lenta inducción. El estudioso más destacado del grupo es Friedrich Gundolf; el completo desprecio por las notas al pie de página y por las referencias que éste practica no deben ocultar su extraordinaria erudición. Su primer libro Shakespeare and the German Spirit, es, a mi juicio, el mejor de todos. Es una historia de la influencia de Shakespeare sobre la literatura alemana concebida como un intercambio y tensiones de fuerzas espirituales, e ilustrada por brillantes análisis estilísticos de las traducciones e imitaciones alemanas. En sus posteriores libros sobre Goethe, George, y Kleist, Gundolf desarrolló un método de biografía espiritual al que llamó estatuario y monumental. Espíritu y obra son concebidos como una unidad e interpretados en un esquema de opuestos dialécticos que erige un mito o leyenda antes que un hombre vivo. Ernst Bertram, seguidor de Gundolf, ha declarado abiertamente que su libro sobre Nietzsche significa un intento de elaboración de una mitología. Muy lejos de lo puramente intuitivo y arbitrario en sus construcciones, están aquellos estudiosos alemanes cuyo interés se centralizó en el problema del estilo, el cual, por supuesto, es concebido por ellos no sólo en términos puramente descriptivos sino como la expresión de un espíritu o un tipo artístico recurrente o históricamente único. Los estudiosos alemanes de las lenguas romances, en parte bajo la influencia de Croce, han desarrollado un tipo de lingüística que llaman “idealista”, en el que la creación lingüística y artística se identifican. Karl Vossler ejemplifica con su obra este tipo de estudios, que, pongamos por caso, interpretan todo el desarrollo de la civilización francesa en términos de una estrecha unidad entre la evolución lingüística y la artística: y Leo Spitzer ha estudiado el estilo de numerosos autores franceses para llegar a conclusiones psicológicas y tipológicas. Entre los estudiosos de la literatura alemana, se llevaron a cabo algunos intentos por definir ampliamente los tipos estilísticos históricos. Oskar Walzel fue el primero, creo, en aplicar el criterio estilístico, desarrollado por el historiador del arte Heinrich Wölfflin, a la historia de la literatura. Por medio de él y de algunos otros, el término “barroco” se difundió en la historia de la literatura, y los períodos y estilos de la historia literaria fueron descritos en términos de sus períodos correspondientes en la historia del arte. Fritz Strich ha aplicado el método con gran éxito en un libro sobre el German Classicism and Romanticism. De acuerdo con Strich, las características del barroco se aplican al romanticismo, y las del renacimiento al clasicismo. Strich interpreta los contrarios de Wölfflin de forma abierta y cerrada como análogos a la oposición entre la forma clásica completa y la abierta, inacabada, fragmentaria y confusa forma de la poesía romántica, expresión de la aspiración del hombre por el infinito. En detalle, la obra de Strich está llena de sutiles anotaciones y observaciones, pero su construcción general no resistiría una crítica minuciosa. De valor más permanente son algunas excelentes historias estilísticas de los géneros que se han dado en Alemania: Karl Vietor, History of the German Ode, y Günther Müller, History of German Song, y los numerosos estudios sobre los artificios literarios individuales como el de Hermann Pong, The Image in Poetry. Con Vossler y Strich el análisis del estilo pasa claramente a la historia de la cultura en general. Otro movimiento dentro de la investigación alemana, extremadamente diversificado y productivo, es éste de la historia general de la cultura. En parte, es simplemente la historia de la filosofía reflejada en la literatura, la cual está siendo estudiada ahora por hombres con verdadero entrenamiento e intuición filosófica. En este campo, Wilhelm Dilthey fue uno de los dirigentes; Ernest Cassirer, Rudolf Unger, y, en filología clásica, Werner Jaeger –para nombrar sólo unos pocos– pueden adjudicarse realizaciones probablemente inigualadas en la historia de la investigación literaria. Parcialmente desarrollaron, en mucho debido a los esfuerzos de Rudolf Unger, un enfoque menos exclusivamente intelectual de la historia de las actitudes hacia los problemas eternos tales como la muerte, el amor y el destino. Unger, que manifiesta poderosas inclinaciones religiosas, proporciona un ejemplo del método en un pequeño libro donde delinea los cambios y continuidades de la actitud hacia la muerte en Herder, Novalis y Kleist; y sus seguidores, Paul Kluckhohn y Walter Rehm han desarrollado el método, a gran escala, en estudios del concepto de la muerte y el amor, los cuales son concebidos como poseedores de su propia lógica y evolución dialéctica. Estos estudiosos escriben una historia de la sensibilidad y del sentimiento tal como se refleja en la literatura antes que una historia de la literatura en sí misma. Pero la mayoría de los historiadores literarios alemanes han llegado a cultivar la “historia del espíritu”, Geitesgeschichte, la cual tiene como objetivo reconstruir, para citar a uno de sus exponentes, el “espíritu de un período según las diferentes objetivaciones de una época –desde la religión a través de la literatura y las artes hasta las indumentarias y costumbres. Buscamos la totalidad más allá de los objetos, y explicamos todos los hechos por el espíritu del tiempo”. Por consiguiente, en el centro mismo del método está presente una analogía universal entre todas las actividades humanas, que ha suscitado una avalancha de escritos sobre el hombre “gótico”, el espíritu del barroco, y la naturaleza del romanticismo. Dentro de un campo más amplio, la obra de Oswald Spengler Decline of the West, es el ejemplo más conocido. En la historia literaria alemana, el libro de H. A. Korff 40 The Spirit of the Age of Goethe, puede destacarse como un audaz ensayo teórico que se las arregla para mantenerse en contacto con los textos y hechos de la historia literaria. La Idea hegeliana es la heroína del libro, y su evolución a lo largo de su expresión simbólica en las obras de arte individuales, es delineada con gran habilidad y sorprendente lucidez. Sin duda, del método puede abusarse y se ha abusado. Para dar un solo ejemplo: en su libro sobre el barroco literario inglés, Paul Meissner emplea la sencilla fórmula de la antítesis y la tensión, casi sin crítica alguna. La investiga a través de todas las actividades humanas desde el viajar hasta la religión, en la redacción de diarios y en la música. Toda esta riqueza de materiales está nítidamente ordenada en categorías tales como la expansión y la concentración, el macrocosmos y el microcosmos, el pecado y la salvación, la fe y la razón. Meissner nunca plantea la cuestión evidente de si el mismo esquema de contrarios no puede ser extractado de cualquier período o si el mismo material no puede ser ordenado según un esquema de contrarios bastante diferente. En Alemania, hay muchas obras de este carácter; por ejemplo, los volúmenes de Max Deutschbein o de Georg Stefanky, que intuyen la esencia del romanticismo. Algunas veces abundan en erudición y penetración de ideas, pero construyen fantásticos castillos de naipes. Los numerosos escritos de Herbert Cysarz, que incluyen las obras sobre la experiencia y la idea en la literatura alemana, sobre la poesía barroca alemana, y sobre Schiller, son, probablemente, los ejemplos más ambiciosos de una vasta erudición, de una facultad teórica respetable, y hasta de una sensibilidad crítica desenfrenada en una orgía de declamaciones proféticas y de minuciosidad abstracta. De modo semejante, en el extremo opuesto de estos intuicionistas metafísicos, encontramos a todo un grupo de estudiosos alemanes que han intentado reescribir la historia de la literatura alemana en términos de sus filiaciones biológicas y raciales. Es posible agruparlos entre los positivistas tardíos y seudocientíficos, si su concepto de la raza o de la tribu alemana no fuese esencialmente ideológico y hasta místico. Un escritor, cuyas primeras filiaciones eran conservadoras y católico- romanas, Josef Nadler, ha escrito una nueva historia de la literatura alemana “desde abajo”, de acuerdo con las tribus, distritos y ciudades, y siempre estructurando almas tribales de las diferentes “regiones” alemanas. Realmente, su tesis principal es una filosofía, algo fantástica, de la historia alemana: la Alemania Occidental, establecida desde Julio César, intentó recuperar la Antigüedad Clásica en el clasicismo alemán; Alemania Oriental, eslava en sus bases raciales y germanizadas seguramente sólo desde el siglo xviii, intentó, antes bien, y a través del período romántico, recuperar la cultura de la Alemania medieval. Los escritores románticos, según Nadler, provienen todos del Este de Alemania; y si no lo hacen (como, desgraciadamente para su teoría, un gran número de ellos no provienen de allí), simplemente no son verdaderos escritores románticos. Pero sería injusto no hacer énfasis en los verdaderos méritos de Nadler: ha hecho revivir el interés por la sumida y despreciada Alemania católica del Sur; posee una magnífica facultad de caracterización racial y un sentido de la localidad que no es del todo inútil en el estudio de la literatura alemana antigua, esta última muy localista con harta frecuencia. Sus concepciones parecen haberle preparado el camino a la historia literaria nazi. Este punto de vista llegó a estar en primer plano sólo desde 1933 cuando los fanáticos y los oportunistas comenzaron a descubrir las posibilidades de la ideología nazi para los objetivos de la historia literaria. Los rasgos más evidentes de su revaloración de la historia literaria no necesitan describirse: su eliminación o denigramiento de los judíos; su énfasis en la anticipación de las doctrinas nazis, en el pasado; sus contorsiones para hacer encajar personajes inconvenientes pero inevitables, como Goethe, en este patrón. No obstante, sería un error considerar a la historia literaria nazi como simplemente racista, como una explicación seudocientífica de los procesos literarios. La mayoría de los historiadores literarios alemanes de las décadas de 1930 y 1940 se las arreglaron para combinar el racismo con las viejas concepciones románticas del alma nacional, y hasta con categorías derivadas de la Geistesgeschichte y la historia de los estilos en el arte. Aunque no quiero negar que individualmente continuaron produciendo buenas obras según los métodos establecidos y que algunos no partidarios del nazismo sirvieron sólo de labios hacia afuera al credo oficial, el nivel general de la investigación literaria alemana declinó seriamente en el período comprendido entre 1933 y 1945. Una mezcla de propaganda rencorosa, de misticismo racial y de jactancia romántica caracterizó sus producciones, en general. Felizmente, desde el fin de la guerra, se ha producido una fuerte reacción contra el tipo de crítica fomentada por el Tercer Reich. En conjunto, Alemania constituyó la más contradictoria variedad de escuelas y métodos, un campo de viva polémica y de experimentadores en el que todo el mundo parece haber estado profundamente consciente de los problemas filosóficos involucrados y haberse llenado de una orgullosa conciencia de la importancia de la investigación literaria. Probablemente, los desarrollos menos conocidos son los de los países eslavos. En parte esto se debe, sencillamente, a las barreras lingüísticas y también, por supuesto al verdadero abismo que ha dividido a Europa Occidental de Rusia especialmente desde la Revolución Bolchevique. En Rusia, durante el siglo xix, se creó una magnífica escuela de historiadores de literatura comparada, encabezada por Alexander Veselovsky, quien trató de escribir una historia natural de las formas literarias dependiendo, en gran parte, para sus estudios, del rico folclore eslavo. Además, floreció una crítica metafísica, o más bien ideológica, la cual muchos de los lectores ingleses reconocerán por un ejemplo: el libro de Nikolay Berdayev sobre Dostoievski. Como reacción contra este estudio de la literatura de corte naturalista-biológico o religioso-metafísico surgió, por 1916, un movimiento que se autodenominó “formalismo”. Se opone, principalmente, al didactismo prevaleciente en la crítica literaria rusa; y, bajo el régimen bolchevique, también se produjo, sin duda, una silenciosa protesta o, al menos, una evasión del materialismo histórico marxista prescrito por el Partido. La escuela de los formalistas fue eliminada por 1930; y hoy no quedan, según creo, quienes abiertamente practiquen el formalismo, en Rusia. El formalismo estaba afiliado al futurismo ruso y, en sus aspectos más técnicos, a la nueva lingüística estructural. La obra de arte literario es concebida por ellos como la “suma de todos los artificios empleados en ella”; estructura métrica, estilo, composición, todos los elementos comúnmente llamados forma, pero también la escogencia del tema, la caracterización, la disposición del conjunto, la trama, el asunto habitualmente considerado; todos tratados por igual como medios artísticos para el logro de cierto efecto. Todos estos artificios tienen un doble carácter: organizador y defor-mador. Si, por ejemplo, un elemento lingüístico (sonido, construcción de la frase, etc.), es usado tal como se presenta en el habla común, no atraerá la atención; pero tan pronto como el poeta lo deforma, al someterlo a una organización dada, atraerá la atención y de ese modo llegará a ser el objeto de la percepción estética. Decididamente, se sitúa a la obra de arte y su específica “calidad literaria” en el centro de los estudios literarios, y todas sus relaciones biográficas y sociales son consideradas como puramente externas. Todos los formalistas han desarrollado métodos de una ingenuidad sorprendente, para analizar los fonemas, los cánones métricos en los diferentes idiomas, los principios de composición, los tipos de dicción poética, etc., mayormente en estrecha colaboración con la nueva lingüística funcional que desarrolló los “fonemas” y que ahora cunde también en los Estados Unidos de Norteamérica. Para ofrecer unos pocos ejemplos: Roman Jakobson ha dispuesto la métrica sobre una base completamente nueva, al rechazar los métodos exclusivamente acústicos o musicales y estudiarla en estrecha conexión con el significado y el sistema fonético de los diferentes idiomas. Viktor Shklovsky ha analizado los tipos de ficción y sus artificios técnicos, en términos como la “deformación” de la secuencia común de tiempo, la acumulación de obstáculos para demorar la acción, etc. Osip Brik se ha especializado en ingeniosos estudios de los fonemas a los cuales considera determinantes y, al mismo tiempo determinados por la dicción y el metro. Viktor Zhirmunsky y Boris Tomashevsky han estudiado la teoría y la historia de la versificación y de la rima rusa. Eikhenbaum y Tynyanov han aplicado estas técnicas en una investigación de las obras literarias rusas, han hecho ver su historia bajo una luz completamente nueva. Los formalistas rusos han enfrentado también, de modo más resuelto y claro, el problema de la historia literaria concebida como una historia distinta a una simple historia de las costumbres y de la civilización reflejadas por la literatura. Aprovechando la dialéctica hegeliana y la marxista, pero rechazando su dogmatismo universalizador, han escrito historias de los géneros y artificios en términos puramente literarios. La historia literaria es, para ellos, la historia de la tradición y de los artificios literarios. Toda obra de arte es estudiada ante el conjunto de obras de arte del pasado o como una reacción contra las precedentes, ya que los formalistas conciben la evolución de la literatura como un proceso de autodesarrollo que mantiene sólo relaciones externas con la historia de la sociedad o con las experiencias personales de los autores. Las nuevas formas son para ellos la apoteosis de los géneros inferiores. Por ejemplo, las novelas de Dostoievski son simplemente exaltados relatos de crímenes, y la lírica de Pushkin son glorificados álbumes de versos. El ala más conservadora del grupo ha realizado una excelente labor aun en cuestiones tan tradicionales como la influencia de Byron sobre Pushkin, que Zhirmunsky concibió no como una serie de pasajes paralelos sino como la relación de dos totalidades. Los miembros más brillantes y más radicales del grupo no han eludido los peligros del énfasis excesivo y del dogmatismo rígido. Ciertamente menospreciaron los aspectos filosóficos y éticos de la literatura. Pero el formalismo ruso fue, al menos, un importante antídoto contra la interpretación marxista oficial de la literatura. El crítico marxista promedio me parece sólo un positivista resucitado. Por lo común, se entrega a ejercicios más o menos ingeniosos dentro del juego de fijar esta o aquella otra obra de arte literario en esta o aquella etapa particular del desarrollo económico. La relación causal entre la sociedad y la literatura es puesta en términos burdamente deterministas. Pero los profesionales más ingeniosos, como P. Sakulin, siguieron siendo literatos al mismo tiempo que mantuvieron una genuina preocupación por la sociología. En su History of Russian Literature, Sakulin delinea la historia del arte en estrecha conexión con el público y la clase a los cuales estaba dirigida y con los estratos sociales de los cuales procedían los artistas. El proceso es considerado como una tensión dialéctica entre el arte y la sociedad y como la sucesiva incorporación de las clases más bajas a la producción literaria. El formalismo ruso influyó profundamente en los otros dos países eslavos que conozco. En Polonia, Roman Ingarden ha escrito un análisis extremadamente sutil de la obra de arte poético, empleando la terminología de la fenomenología alemana según la desarrollara Edmund Husserl. Ingarden concibe a la obra de arte como un sistema de estratos que asciende de los fonemas hacia las cualidades metafísicas las que, en definitiva, surgen de su totalidad. Ingarden es un filósofo teórico muy alejado del ejercicio de la historia literaria. Una historia literaria más técnica hubiera sido primordialmente ideológica y nacionalista. Pero Manfred Krid ha producido e inspirado muchos estudios formalistas empleando los métodos rusos y ha escrito un poderoso ataque sobre el estudio de la literatura que emplea métodos no literarios. Su propio método, “integralmente literario”, reduce al mínimo la orientación social de la literatura, de modo consistente, y reacciona contra la confusión de métodos prevalecientes en la mayoría de las historias literarias. Checoslovaquia, el último país de nuestra lista, tuvo la fortuna de recibir a uno de los miembros más originales y productivos de la escuela formalista rusa, Roman Jakobson. Jakobson pudo afiliarse a un grupo de checos que, antes de su llegada, había reaccionado contra los métodos históricos, ideológicos o psicológicos que dominaban el estudio de la literatura. El Círculo Lingüístico de Praga fue organizado en 1926, bajo la dirección de Vilém Mathesius. Los miembros del círculo aplicaron, en nuevos materiales, los métodos desarrollados por los rusos para el estudio literario, pero también trataron de darles una nueva formulación, más filosófica. Reemplazaron al término “formalismo” por el de “estructuralismo” (el cual en inglés tiene sus propias dificultades), y combinaron el enfoque exclusivamente formalista con los métodos sociológicos e ideológicos. El miembro más productivo de la escuela fue Jan Mukarovsky, quien no sólo ha realizado brillantes estudios de varias obras individuales de poesía, de la historia de la métrica checa y de la dicción poética, sino que también ha teorizado interesantemente sobre la adaptación de la teoría formalista a toda una filosofía de las formas simbólicas, y en combinarla con un enfoque social que consideraría como una tensión dialéctica la relación entre la evolución literaria y social. Confío en que mi opinión no sea errónea, en virtud de los años que llevo como miembro del Círculo de Praga, si expreso mi convicción de que, en éste, por la estrecha cooperación con la lingüística y con la filosofía moderna se hallan los gérmenes de un fructífero desarrollo de los estudios literarios. Este examen de los nuevos métodos que para el estudio literario se practican en Europa tenía que ser muy apresurado y hasta esquemático. Todo un volumen pudiera escribirse sobre cada país en particular. Pero tal vez este esquema ha dejado ver, al menos, cierta impresión de la asombrosa variedad de métodos que están siendo, o más bien han sido, cultivados en Europa. Puede haber señalado, al menos, algunas de las principales y muy sorprendentes diferencias entre algunos países europeos. Posiblemente, también ha sugerido algunas similitudes fundamentales entre estos movimientos. Sus orientaciones no son solamente las de una reacción negativa. Hay una nueva aspiración a la síntesis, a la audacia teórica, a la penetración filosófica; y también un nuevo deseo de un análisis más y más cercano a la verdadera obra de arte en su totalidad y unidad. Tanto estas expansiones como estas concentraciones son signos saludables, aunque sea el último en negar que, en sus formas extremas, la reacción tiene sus propios peligros. Las formulaciones teóricas audaces, las vastas perspectivas, los análisis ingeniosos, y los juicios llenos de sensibilidad pueden hacernos olvidar la necesidad de una base sólida para el conocimiento amplio de los hechos más importantes, bases que la antigua filología, en lo mejor de ella, se inclinó a producir. No aspiramos a que haya menos investigación ni menos conocimiento, sino a que se realice más investigación, a una investigación más inteligente, centralizada en los principales problemas que surgen del estudio de la literatura, considerada tanto arte como expresión de nuestra civilización. ________________________________________________________ 1 En: René WELLEK, Conceptos de crítica literaria, Universidad Central de Venezuela, 1968, pp. 193-210. |